Capítulo 19: De la resolución de empezar a amar
Por: Nelson Medina OP | Fuente: fraynelson.com

El conocimiento, la formación y la guía son importantes. Pero el alma no se conocerá con el sólo ejercicio de aprender muchas cosas, pues ya nos enseñó el apóstol Santiago:
No basta con oír el mensaje; hay que ponerlo en práctica, pues de lo contrario se estarían engañando ustedes mismos. El que solamente oye el mensaje, y no lo practica, es como el hombre que se mira la cara en un espejo: se ve a sí mismo, pero en cuanto da la vuelta se olvida de cómo es. Pero el que no olvida lo que oye, sino que se fija atentamente en la ley perfecta de la libertad, y permanece firme cumpliendo lo que ella manda, será feliz en lo que hace(Santiago 1, 22-25).
Por ello es preciso hacer bienes concretos a los hermanos en necesidad. La espiritualidad no se contrapone a la "corporalidad." Muy al contrario, el encuentro con el cuerpo hambriento, sediento o enfermo del hermano suele ser ocasión privilegiada para crecer en la fe verdadera así como para quitar mentiras que uno se dice, creyendo que es muy bueno o muy espiritual.
Al encuentro con la indigencia descubro tres cosas importantes: que yo mismo soy indigente; que tengo más de lo que necesito, y que dar es el camino más seguro y firme para recibir.
Yo mismo soy un indigente. Casi no hay condición humana en la que no pueda reconocerme. La Biblia llama al hermano doliente "mi propia carne" y me demanda: "no te cierres a tu propia carne" (Isaías 58, 7). Otra traducción dice: "No te escondas de tu semejante." En cualquier caso, la idea es que desconocer a mi hermano sólo me lleva a no conocerme yo mismo. No puedo responder completamente "quién soy" si no he querido saber quién es aquel que es como yo. Negarme a ver un feto impotente es negarme a conocer mi origen. Negarme a ver un enfermo es negarme a ver mi
fragilidad. Negarme a ver un extranjero es negarme a reconocer mi reducido lugar en el cosmos. Negarme a ver al anciano o al difunto es negarme a admitir que envejezco y que la muerte me aguarda. El indigente me hace sabio; la indigencia me hace sensato.
Yo tengo más de lo que necesito. ¿Cómo se ve mi alacena frente a un mendigo? ¿Qué pienso de mi guardarropa después de visitar a los desplazados por la violencia o por desastres naturales? ¿Son tan valiosos todos mis libros después de ver los ojos de aquellos a quienes se les negó aprender a leer? El pobre me interroga. Su silencio me
grita.
Dar es el camino para recibir. No se trata de una transacción automática por supuesto pero es algo completamente real. Es real por lo ya dicho: por todo lo que de hecho recibo al encuentro con el hermano necesitado, todo lo que me enseña; pero también es real porque cada acto de amor hace nacer un vínculo nuevo en el mundo, como quien une
dos puntos con una línea o como quien da una puntada en el tejido inmenso de la vida.
Ese tejido va creciendo a medida que el amor se extiende, y al final resulta que somos todos enriquecidos, defendidos y embellecidos por el encuentro de tantos trazos de gracia y compasión.
Lo cual nos conduce a una última consideración. La misericordia tiene aspectos muy visibles, como la sonrisa del niño hambriento que recibe una cena caliente. Mas no debemos pensar que todo es igualmente visible. Ya la tradición de la Iglesia habla de obras de misericordia "espirituales," no por contraponerlas a las "corporales" sino por
indicar que hay una dimensión menos visible en esto de hacer el bien al prójimo. En el fondo, de lo que se trata aquí es del amor que nos lleva a anunciar la misericordia y la conversión.
Tengamos siempre en cuenta que hay bienes que se agotan pronto, como el agua que doy al sediento. Incluso si enseño a pescar y no me limito a dar el pescado, esa hambre saciada se agota pronto en su significado. Hay otras hambres por saciar, incluyendo el deseo de aprender, la necesidad de ser amado y la urgencia de encontrar un sentido
último a la vida. Estas otras carencias requieren otra clase de pan, y es aquí donde hace falta el testimonio explícito de la palabra.
No es pequeña sino muy grande misericordia pronunciar la Palabra, aquella palabra que ilumina, exhorta y levanta, aquella palabra que enseña, consuela y sana, aquella palabra que trae esperanza y que nos hace capaces de perdonar y amar.
Al entregar a otros este pan, que con justicia puede llamarse celestial, estamos por supuesto recibiendo mucho más nosotros mismos. Dejemos que hable el apóstol Pablo, predicador lleno de ciencia divina y de una grandísima compasión:
Por eso no nos desanimamos, porque Dios, en su misericordia, nos ha encargado este trabajo.
Hemos rechazado proceder a escondidas, como si sintiéramos vergüenza; y no actuamos con astucia ni falseamos el mensaje de Dios. Al contrario, decimos solamente la verdad, y de esta manera nos recomendamos a la conciencia de todos delante de Dios. Y si el evangelio que anunciamos está como cubierto por un velo, lo está solamente para los que se pierden. Pues como ellos no creen, el dios de este mundo los ha hecho ciegos de entendimiento, para que no vean la brillante luz del evangelio del Cristo glorioso, imagen viva de Dios. No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor; nosotros nos declaramos simplemente servidores de ustedes por amor a Jesús. Porque el mismo Dios que mandó que la luz brotara de la oscuridad, es el que ha hecho brotar su luz en nuestro corazón, para que podamos iluminar a otros, dándoles a conocer la gloria de Dios que brilla en la cara de Jesucristo. (2 Corintios 4, 1-6)
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