El divorcio
Por: Mons. José Rafael Palma Capetillo | Fuente: Semanario Alégrate

La licitud y la validez del matrimonio se dan, ante todo, con el consentimiento libre y voluntario de los cónyuges, y también se ratifica con la consumación o realización del acto conyugal. Así se reconoce un compromiso para toda la vida, es decir, hasta que la muerte de alguna de las partes concluya tal contrato nupcial. Nada ni nadie puede disolver la alianza matrimonial, únicamente la cesación es causada por la muerte.
Algunas parejas hablan de divorciarse ¡por cualquier motivo!, y hasta en forma de chantaje amenazan de separarse definitivamente, si no se les cumple algún capricho. La unión matrimonial no es un juego. El Catecismo de la Iglesia Católica advierte de algunas consecuencias graves y notables que comúnmente se dan en las familias que sufren el divorcio. De cualquier modo, la disociación entre los cónyuges ha de ser el último recurso para evitar mayores problemas o enfrentamientos.
El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble (cf Mt 5,31-32; 19,3-9; Mc 10,9; Lc 16,18; 1Co 7,10-11), y abroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua “por la dureza del corazón” (Mt 19,7-9). Entre bautizados, el matrimonio ‘rato y consumado’ no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte.
La separación de los esposos con mantenimiento del vínculo matrimonial puede ser legítima en ciertos casos previstos por el Código de Derecho Canónico. Si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral.
El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión (sin haber resuelto la primera), aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: El cónyuge casado de nuevo se haya entonces en situación de adulterio público y permanente: Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra (cf san Basilio, Moral, regla 73).
El divorcio adquiere también su carácter inmoral por el desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto de contagio, que hace de él una verdadera plaga social.
Puede ocurrir que uno de los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado por la ley civil; entonces no contradice el precepto moral. Existe una diferencia considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel al sacramento del matrimonio y se ve injustamente abandonado y el que, por una falta grave de su parte, destruye un matrimonio canónicamente válido.
Pedimos por la unidad entre los cónyuges y las familias, para se mantengan fieles al amor de Cristo. Y por las personas que han sufrido la separación temporal o el divorcio definitivo para que encuentren caminos de paz y de consuelo.
Texto basado en: Catecismo de la Iglesia Católica, 2382-2386. Código de Derecho Canónico, 1141.1151-1155. JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 84.

















