Temor y confianza
Por: Elías Saavedra | Fuente: Catholic.net

No debe ser nada fácil. Aumenta el número de votos. Cada vez son más los ojos que querrían observar, discretamente, las reacciones del cardenal elegido. En su corazón pasan muchos pensamientos. Según su historia, su personalidad, sus proyectos y expectativas, escucha, con temor, con zozobra, cómo muchas papeletas llevan escrito su nombre. Todo va a cambiar en unos minutos: llega una llamada a un compromiso mayor, a un servicio universal. Si acepta, ese cardenal empezará a ser sucesor de San Pedro, obispo de Roma, pastor de la Iglesia universal.
Giovanni Battista Montini entró en el cónclave de 1963 cuando era arzobispo y cardenal de Milán. El Concilio Vaticano II había iniciado unos meses antes, en octubre de 1962. El Concilio era resultado del dinamismo de un Papa anciano (para algunos, un Papa “de transición”), el ahora beato Juan XXIII, y estaba destinado a renovar y lanzar a la Iglesia católica hacia la llegada del año 2000.
El día 21 de junio de 1963, Montini recibe los votos que le invitan a dejar sus proyectos y su trabajo en Milán. Acepta: será, desde entonces, Pablo VI, el Papa que culminará los trabajos del Concilio Vaticano II, y el primer Papa “peregrino internacional” del mundo moderno.
Tras la elección, Pablo VI escribe unas notas personales que recogen los movimientos íntimos de un corazón que se sabe llamado a una misión muy superior a sus fuerzas:
“Quizá el Señor me ha llamado a este servicio no porque yo tenga una disposición especial, o para que gobierne y salve a la Iglesia de las dificultades presentes, sino para que yo sufra algo en favor de la Iglesia, y para que así quede de manifiesto que Él, y no otros, la guían y la salvan”.
En una de sus primeras homilías, el día de san Pedro y san Pablo (29 de junio de 1963), Pablo VI manifestaba con otras palabras una idea parecida:
“Ahora, queridos hermanos e hijos, nos toca meditar la grande y sencillísima novedad que acaba de ocurrir, que nos deja un poco perplejos y sorprendidos, alegres en el llanto y llorosos en la alegría. Ha habido una transformación: el Señor ha querido colocar un peso ingente sobre mis pobres espaldas, quizá porque eran las más débiles y, así, las más aptas para demostrar que no es Él quien quiere algo de mí, sino que lo que desea es sobreabundar en presencia y en asistencia, actuando en el instrumento más débil para testimoniar su poder infinito y su beneplácito, su misericordia inefable”.
Han pasado poco más de 15 años. Es el 26 de agosto de 1978. En el calor típico de Roma, los cardenales se han reunido para elegir al sucesor de Pablo VI. El designado es el cardenal patriarca de Venecia. Se llama Albino Luciani. Un hombre sencillo, aparentemente frágil, coloquial, con una sonrisa contagiosa propia de quien está muy cerca de Dios.
El día siguiente, en el saludo a los fieles en la Plaza de San Pedro, abre su corazón. “Ayer, por la mañana, fui tranquilamente a votar a la Capilla Sixtina. Jamás habría imaginado lo que iba a ocurrir. Apenas había iniciado el peligro para mí, los dos colegas que estaban más cercanos a mí susurraron palabras de ánimo. Uno dijo: «¡Ánimo! Si el Señor da una carga, también da la ayuda para poder llevarla». El otro dijo: «No tenga miedo; en todo el mundo hay muchísima gente que reza por el nuevo Papa». Llegada la hora, acepté. Luego hubo que decidir el nombre, porque preguntan también qué nombre quiere tomar uno, y yo había pensado muy poco en eso. [...] Me llamaré Juan Pablo. No tengo la sapientia cordis [sabiduría del corazón] del Papa Juan, ni la preparación y cultura del Papa Pablo; pero estoy en su lugar, tengo que esforzarme por servir a la iglesia. Espero que me ayudaréis con vuestras oraciones”.
Un cardenal polaco escucha estas palabras. Acaba de participar en el primer cónclave de su vida, ha visto cómo “funciona” eso de “elegir un Papa”. Prepara las maletas y vuelve tranquilo a su patria, a la diócesis de Cracovia. Se llama Karol Wojtyla.
El 29 de septiembre de 1978 el cardenal Wojtyla recibe una noticia que sorprende a todo el mundo: el Papa Juan Pablo I ha muerto. Hay que rehacer maletas, hay que volver a Roma para un nuevo cónclave. ¿A quién le tocará ahora, quién será el elegido por el Espíritu Santo?
Llega el día 16 de octubre de 1978. Ha habido varias votaciones. Por fin, la “fumata” indica (después de un poco de confusión) que ya hay un nuevo Papa. El cardenal encargado anuncia a la gente presente en la plaza, y a los millones que (como yo) están pegados a la televisión o a la radio, el nombre del elegido: Karol Wojtyla. Sorpresa, preguntas, dudas. ¿Quién será?
Pocos minutos después Wojtyla, convertido en Juan Pablo II, se asoma por el balcón principal para saludar y bendecir a la gente. En sus palabras refleja parte (una mínima parte) de las emociones que esconde su corazón.
“Alabado sea Jesucristo. Queridísimos hermanos y hermanas. Todavía estamos afectados por la muerte de nuestro queridísimo Papa Juan Pablo I. Y he aquí que los cardenales han llamado a un nuevo obispo de Roma. Lo han llamado de un país lejano... Lejano, pero siempre muy cercano por la comunión en la fe y en la tradición cristiana. Tuve miedo a la hora de recibir este nombramiento, pero lo he hecho en el espíritu de obediencia hacia Nuestro Señor Jesucristo y en la confianza total hacia su Madre, la Virgen Santísima”.
En una hoja sin fecha del testamento que fue publicado tras la muerte de Juan Pablo II, podemos leer estas líneas que reflejan nuevamente una confianza total en la acción de Dios sobre el Papa: “Expreso mi más profunda confianza en que, a pesar de toda mi debilidad, el Señor me concederá todas las gracias necesarias para afrontar, según su voluntad, cualquier tarea, prueba y sufrimiento que quiera pedir a su siervo, en el transcurso de la vida. Confío también en que no permitirá nunca que, a través de cualquier actitud mía -palabras, obras u omisiones-, pueda traicionar mis obligaciones en esta santa Sede de Pedro”.
Miedo y confianza. Sentimiento de indignidad y certeza del apoyo divino. Pequeñez humana y asistencia del Espíritu Santo. Recibir el nombramiento de Papa no es fácil. Da miedo asumir una responsabilidad tan grande. Pero la mirada del cristiano no puede limitarse a lo humano, a lo visible, a lo que dicen analistas, psicólogos y sociólogos. Más allá, encima, dentro del alma, brilla la acción del Espíritu Santo, se palpa la protección de María, se toca la oración continua de millones de bautizados.
El miedo, entonces, queda vencido. “No tengáis miedo”. Una nueva etapa empieza para la Iglesia, con la guía de un hombre (débil, frágil, como todos) que dice “sí” a Jesucristo, Señor de la Historia, Salvador del hombre, fuerza y seguridad de todos aquellos que han puesto su confianza sólo en el Señor.


