Sobre el Conocimiento de Sí Mismo
Capítulo 22: Del alma cristiana, cuando se conoce como habitualmente
Por: Fr. Nelson M. | Fuente: fraynelson.com

"¿Quién eres tú, quién soy yo?" Así se pregunta San Agustín de Hipona ante Dios (Soliloquios, 2, 1,1); así inquiere San Francisco de Asís, según la Historia Minor (Parte 1, capítulo 8); con este modo de preguntar se defiende Santa Catalina de Siena de los ataques del demonio ( Diálogo, Tratado de la Oración, número 2). La Confesión de San Patricio también narra el asombro de este santo, con expresión semejante a las anteriores; dice así:
Sin cesar doy gracias a Dios que me mantuvo fiel en el día de la tentación. Gracias a él puedo
hoy ofrecer con toda confianza a Cristo, quien me liberó de todas mis tribulaciones, el sacrificio
de mi propia alma como víctima viva, y puedo decir: ¿Quién soy yo, y cuál es la excelencia de
mi vocación, Señor, que me has revestido de tanta gracia divina? Tú me has concedido exultar
de gozo entre los gentiles y proclamar por todas partes tu nombre, lo mismo en la prosperidad
que en la adversidad. Tú me has hecho comprender que cuanto me sucede, lo mismo bueno que
malo, he de recibirlo con idéntica disposición dando gracias a Dios que me otorgó esta fe
inconmovible y que constantemente me escucha. Tú has concedido a este ignorante el poder
realizar en estos tiempos esta obra tan piadosa y maravillosa, imitando a aquellos de los que el
Señor predijo que anunciarían su Evangelio como «testimonio para todas las gentes»
"¿Quién eres tú, Señor, quién soy yo?" La pregunta tiene raíces profundas en la Escritura: Moisés en el capítulo tercero del Exodo, cuando Dios lo envía a encararse con Faraón se pregunta estupefacto: "¿Y quién soy yo?" David, por su parte, oyendo las promesas que el Señor le anuncia por boca de Natán, exclama:
Señor, ¿quién soy yo y qué es mi familia para que me hayas hecho llegar hasta aquí? ¡Y tan poca
cosa te ha parecido esto, Señor, que hasta has hablado del porvenir de la dinastía de tu siervo!
¡Ningún hombre actúa como tú, Señor! ¿Qué más te puedo decir, Señor, si tú conoces a este
siervo tuyo? Todas estas maravillas las has hecho, según lo prometiste y lo quisiste, para que yo
las conociera; por lo tanto, Señor mío, ¡qué grandeza la tuya! Porque no hay nadie como tú, ni
existe otro dios aparte de ti, según todo lo que nosotros mismos hemos oído. En cuanto a Israel,
tu pueblo, ¡no hay otro como él, pues es nación única en la tierra! Tú, oh Dios, lo libertaste para
que fuera tu pueblo, y lo hiciste famoso haciendo por él cosas grandes y maravillosas. Tú arrojaste de delante de tu pueblo, al que rescataste de Egipto, a las demás naciones y a sus dioses
(2 Samuel 7,18-23) .
Y todos recordamos una expresión parecida en labios de Isabel cuando recibe la vista de la Virgen-Madre: "¿Quién soy yo, para que venga a visitarme la madre de mi Señor? Pues tan pronto como oí tu saludo, mi hijo se estremeció de alegría en mi vientre" (Lucas1, 43-44). El contacto con la fuerza de un amor gratuito y sobreabundante hace brotar el reconocimiento de la propia nada, como lo recoge el
pasaje del Evangelio:
Al entrar Jesús en Cafarnaúm, un capitán romano se le acercó para hacerle un ruego. Le dijo: —
Señor, mi criado está en casa enfermo, paralizado y sufriendo terribles dolores. Jesús le respondió: —Iré a sanarlo. El capitán contestó: —Señor, yo no merezco que entres en mi casa; solamente da la orden, y mi criado quedará sano. Porque yo mismo estoy bajo órdenes superiores, y a la vez tengo soldados bajo mi mando. Cuando le digo a uno de ellos que vaya, va; cuando le digo a otro que venga, viene; y cuando mando a mi criado que haga algo, lo hace." (Mateo 8, 5-9)
El sentirse tan amado lleva a saberse intensamente conocido. Pocos lo han descrito con tanta profundidad como el Apóstol de los Gentiles:
Doy gracias a aquel que me ha dado fuerzas, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me ha considerado fiel y me ha puesto a su servicio, a pesar de que yo antes decía cosas ofensivas contra él, lo perseguía y lo insultaba. Pero Dios tuvo misericordia de mí, porque yo todavía no era creyente y no sabía lo que hacía. Y nuestro Señor derramó abundantemente su gracia sobre mí, y me dio la fe y el amor que podemos tener gracias a Cristo Jesús. Esto es muy cierto, y todos deben creerlo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero Dios tuvo misericordia de mí, para que Jesucristo mostrara en mí toda su paciencia. Así yo vine a ser ejemplo de los que habían de creer en él para obtener la vida eterna.
¡Honor y gloria para siempre al Rey eterno, al inmortal, invisible y único Dios! Amén.
(1Timoteo 1, 12-17)
Vemos, pues, que el alma genuinamente cristiana llega a conocerse hondamente a la luz que le trae el don de la redención. Y, desde esta perspectiva del don, el Nuevo Testamento describe bien los frutos que produce el conocimiento habitual de sí mismo, y que podemos condensar en: gratitud, alegría, paz, paciencia y espíritu de servicio.
Todos ellos, sin embargo, tienen un único y mismo suelo: la humildad, cuyos secretos por
igual nos interesan y parece que se nos escapan
Si tienes alguna duda, escribe a nuestros Consultores


