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Saca la palabra divorcio de tu mente y corazón
Los matrimonios luchadores son los verdaderos héroes de nuestros hijos. Sin importar lo que cueste, tomando buenas decisiones ayudan a mantener familias unidas


Por: Cynthia de Pérez | Fuente: Catholic.net



¿Por qué será que cada vez con mayor frecuencia se escucha que tal o cual pareja se han separado, o han comenzado ya con el trámite del divorcio?

No hemos sabido valorar la institución del matrimonio y no tiene el peso ni le damos la importancia que debería tener en todas las parejas al momento de tomar una decisión tan seria como es casarse. Si pensáramos bien y no nos dejáramos llevar por nuestras emociones y sentimientos, nos tomaríamos más en serio el momento de elegir a quien será el futuro padre o madre de nuestros hijos.

La culpa de la actual crisis matrimonial viene forjándose desde la niñez. Muchas décadas han pasado de ver cómo tantos matrimonios terminan en divorcios. Pensando en el futuro de nuestros nietos o bisnietos, debemos hacer algo.

¿Por qué decimos que la culpa viene desde la niñez?

Es muy doloroso reconocer que la culpa yace en el hogar. Venimos arrastrando los errores cometidos de generación en generación y nos hemos hundido en un círculo vicioso del cual es difícil salir.

Es en el núcleo familiar donde los padres educamos a los hijos de acuerdo a nuestras creencias, y a la manera que tenemos de vivir nuestra fe. Ambas cosas, casi siempre acomodadas dependiendo de nuestro propio criterio, el mismo que estará regido según la ideología del momento y que por lo general se encuentra sumergida en nuestros bien intencionados ideales, pero completamente equivocados.

No estamos del todo conscientes que nuestros hijos aprenden de nosotros. Siempre somos ejemplo para ellos, no solamente en las cosas buenas, sino también involuntariamente aprenden de nuestro egoísmo, de la falta de generosidad a la hora de “decidir” cuántos hijos vamos a traer al mundo; de la manera que ven que no somos capaces de pensar en las necesidades del otro cónyuge porque generalmente terminamos haciendo lo que queremos, deseamos y anhelamos.

Nuestros hijos escuchan cuando decimos que somos católicos y nos creemos eso. ¿Pero realmente qué es lo que ellos ven y palpan en nosotros? Ven que somos de los que vamos a Misa cuando nos provoca, pero no porque nos mueve el amar a Dios sobre todas las cosas, sino que tratando de ser ejemplo para ellos, ven que solamente vamos por cumplir.

A su vez, somos protagonistas de una ambigüedad ya que también le damos mal ejemplo cuando nos oyen criticar a la Iglesia. No hacemos lo que la Iglesia dice porque no estamos de acuerdo y porque lo que dice respecto a tal o cual cosa no coincide con nuestras comodidades. No ven que siempre estamos buscando hacer la Voluntad de Dios y que deseamos seguir la Doctrina de la Iglesia, sin excepción alguna, a pesar que no nos “convence del todo”.

Si nuestros hijos se dan cuenta desde chiquititos que sus padres aman a Dios por encima de todas las cosas, que constantemente buscan hacer no los que le place, sino lo que Dios quiere sin que le demos demasiado importancia a los reveses, que nos sacrificamos el uno por el otro, y hacemos muchas otras cosas más…, ya estaríamos ayudando a generar un cambio de mentalidad y una manera de alimentar el amor a las cosas espirituales.

Comenzaríamos a ver un cambio positivo puesto que nuestros pequeños, los padres de familia del mañana, irían creciendo en sus años de adolescentes en la fe, esperanza, caridad. Se volverían más prudentes al momento de elegir a una enamorada/o, novio/a y viceversa, porque buscarían en ellos las virtudes que ellos mismos practican, porque gracias a sus padres conocen de las mismas desde su infancia.

Pobre de aquellos pequeñines, que en su momento no tuvieron la oportunidad de aprender de las cosas de Dios y no supieron vencer cualquier crisis, tal como Dios lo quiso, porque no tuvieron a papá y mamá juntos para que le enseñaran tantas cosas bellas y aprendieran de nuestra bien vivida fe.

¿Qué pasa con los niños de matrimonios rotos?

Los niños, esas criaturas indefensas y pequeñitas, que abrazábamos y les cantábamos canciones de cuna, los comíamos a besos llenándolos de caricias: nuestros hijos, son los que sufren y sufrirán por el resto de sus días los errores que sus padres no supieron sobrellevar y sacar adelante porque estaban ensimismados en egoísmos, orgullos, celos, amarguras, dolores, resentimientos. Los padres no supieron en su momento, darle valor a lo que verdaderamente importa: ¡amar a Dios sobre todas las cosas y a los hijos también!

Es Dios el único Padre Amoroso y Verdadero, quien nos bendice con nuestros hijos y es a Él a quien tendremos que rendirle cuenta de Sus hijos: los nuestros aquí en la tierra. ¿Qué responsabilidad tan grande, no? ¿Acaso tenemos eso presente a la hora de decidir y creer que el amor entre esposos se acabó? Cuando usamos la frase célebre: ¡Ya no te quiero! ¡Pues no! No tomamos eso en cuenta a la hora de ver qué es lo mejor para nuestros hijos.

¿Por qué será esto? Porque no estamos en gracia de Dios. Porque no tenemos nuestra mente y nuestro corazón puestos en el Señor. Porque no nos enseñaron el significado real de: “Tomar tu cruz cada día”… Y porque no sabemos amar lo suficiente. Porque no evitamos a toda costa el hacer algo que nos llevaría a nosotros los padres, a ser los verdaderos culpables del futuro fracaso de nuestros hijos.

Es hora de despertar, de involucrarnos más en las cosas importantes, y de recordar con gozo lo que prometimos y repetimos con emoción años atrás: “Yo te acepto como mi esposa/o y prometo serte fiel en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad. Prometo amarte, honrarte y respetarte mientras viva".

Dejemos a un lado las cosas materiales, el afán de poder, de riqueza, de desear tener más y volquémonos en lo que verdaderamente es importante: Nuestros hijos, los futuros padres de familia, parte activa de una sociedad, que sabrán sacar adelante todo lo que se propongan, estén donde estén, en el estado que estén, porque habrán sido afortunados de tener junto a ellos unos padres que supieron, a pesar de todos los avatares de la vida, de las dificultades, de las faltas de amor en el matrimonio, y de la rutina, morir a uno mismo y pensar en ellos, sus hijos, que son a quienes más quieren y serían capaces de dar la vida por ellos.

Es hora de morir por ellos, para llevarlos a vivir una vida plena aquí en la tierra y reencontrarse en el Cielo, y poder decir como San Pablo: «He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe» (2 Tim 4,7), y ver, después, ¡que realmente todo valió la pena!

Comentarios al autor: cynthiap@ecua.net.ec
 







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