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¡Levantaos! ¡Vamos!
¡Levantaos! ¡Vamos!
Oficio principal del pastor ,relación entre autoridad y servicio
Por: SS Juan Pablo II |
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Juan Pablo II, ¡Levantaos! ¡Vamos! Plaza y Janés, México D.F., 2004, pág. 51-53
En el rito de la ordenación episcopal viene después la entrega del báculo pastoral. Es el signo de la autoridad que compete al obispo para cumplir su deber de atender a la grey. También este signo se encuadra en la perspectiva de la preocupación por la santidad del Pueblo de Dios. El pastor debe vigilar y proteger, conducir a las ovejas por prados de hierba fresca (Sal 22 [23],2); en esos prados el pastor descubrirá que la santidad no es «una especie de vida extraordinaria, practicada solo por algunos "genios" de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno» (Novo millennio ineunte, 31). ¡Qué potencial de gracia queda como aletargado en la muchedumbre incontable de los bautizados! Ruego incesantemente para que el Espíritu Santo inflame con su fuego los corazones de los obispos, de manera que lleguemos a ser maestros de santidad, capaces de arrastrar a los fieles con nuestro ejemplo.
Me viene a la mente la conmovedora despedida de san Pablo a los ancianos de la Iglesia de Éfeso: «Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado de guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre» (Hch 20, 28). El mandato de Cristo apremia a todo pastor: «Id, y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28, 19). ¡Id, nunca os detengáis! La aspiración del Maestro divino nos es bien conocida: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure» Jn 15, 16).
El báculo con el Crucifijo que uso ahora es una copia del que usaba Pablo VI. En él veo simbolizadas tres tareas: solicitud, guía, responsabilidad. No es un signo de autoridad en el sentido corriente de la palabra. Tampoco es signo de precedencia o supremacía sobre los otros; es signo de servicio. Como tal, expresa el deber de atender a las necesidades de las ovejas: «Para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). El obispo debe dirigir y hacer de guía. Será escuchado y amado por sus fieles en la medida en que imite a Cristo, el Buen Pastor, que «no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). «¡Servir!» ¡Cómo me gusta esta palabra! Sacerdocio «ministerial», un término que sorprende...
A veces se oye a alguno que defiende el poder episcopal entendido como precedencia: son las ovejas, dice, las que deben ir detrás del pastor, y no el pastor detrás de las ovejas. Se puede estar de acuerdo, pero en el sentido de que el pastor debe ir delante para «dar la vida por sus ovejas»; es él quien debe ser el primero en sacrificarse y dedicarse a ellas: «Ha resucitado el buen pastor, que dio la vida por sus ovejas. Y se dignó morir por su rebaño».[1] El obispo tiene la precedencia en el amor generoso por los fieles y por la Iglesia, según el modelo de san Pablo: «Me alegra sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col l, 24).
Ciertamente, al oficio de Pastor corresponde también amonestar. Pienso que, bajo este aspecto, quizá he hecho demasiado poco. Hay siempre un problema en la relación entre autoridad y servicio. Tal vez deba reprocharme a mí mismo por no haber intentado lo suficiente para mandar. En cierta medida es debido a mi temperamento. Pero de algún modo hace referencia también al deseo de Cristo, que pidió a sus Apóstoles servir, más que mandar. Naturalmente, la autoridad corresponde al obispo, pero mucho depende del modo en que se ejerza esa autoridad. Si el obispo se apoya demasiado en la autoridad, la gente piensa enseguida que sólo sabe mandar. Al contrario, si adopta una actitud de servicio, los fieles se sienten espontáneamente dispuestos a escucharle y se someten gustosos a su autoridad. Parece que en esto hace falta un cierto equilibrio. Si el obispo dice: «¡Aquí sólo mando yo!», o «Aquí el único que está dispuesto a servir soy yo», algo falla. El obispo debe servir gobernando y gobernar sirviendo. Un modelo elocuente es Cristo mismo: Él servía siempre, pero en el espíritu divino de servicio sabía también expulsar a los mercaderes del templo cuando era necesario.
No obstante, pienso que, a pesar de la resistencia interior que sentía a la hora de reprender, he tomado todas las decisiones que han sido necesarias.
En el rito de la ordenación episcopal viene después la entrega del báculo pastoral. Es el signo de la autoridad que compete al obispo para cumplir su deber de atender a la grey. También este signo se encuadra en la perspectiva de la preocupación por la santidad del Pueblo de Dios. El pastor debe vigilar y proteger, conducir a las ovejas por prados de hierba fresca (Sal 22 [23],2); en esos prados el pastor descubrirá que la santidad no es «una especie de vida extraordinaria, practicada solo por algunos "genios" de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno» (Novo millennio ineunte, 31). ¡Qué potencial de gracia queda como aletargado en la muchedumbre incontable de los bautizados! Ruego incesantemente para que el Espíritu Santo inflame con su fuego los corazones de los obispos, de manera que lleguemos a ser maestros de santidad, capaces de arrastrar a los fieles con nuestro ejemplo.
Me viene a la mente la conmovedora despedida de san Pablo a los ancianos de la Iglesia de Éfeso: «Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado de guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre» (Hch 20, 28). El mandato de Cristo apremia a todo pastor: «Id, y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28, 19). ¡Id, nunca os detengáis! La aspiración del Maestro divino nos es bien conocida: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure» Jn 15, 16).
El báculo con el Crucifijo que uso ahora es una copia del que usaba Pablo VI. En él veo simbolizadas tres tareas: solicitud, guía, responsabilidad. No es un signo de autoridad en el sentido corriente de la palabra. Tampoco es signo de precedencia o supremacía sobre los otros; es signo de servicio. Como tal, expresa el deber de atender a las necesidades de las ovejas: «Para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). El obispo debe dirigir y hacer de guía. Será escuchado y amado por sus fieles en la medida en que imite a Cristo, el Buen Pastor, que «no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). «¡Servir!» ¡Cómo me gusta esta palabra! Sacerdocio «ministerial», un término que sorprende...
A veces se oye a alguno que defiende el poder episcopal entendido como precedencia: son las ovejas, dice, las que deben ir detrás del pastor, y no el pastor detrás de las ovejas. Se puede estar de acuerdo, pero en el sentido de que el pastor debe ir delante para «dar la vida por sus ovejas»; es él quien debe ser el primero en sacrificarse y dedicarse a ellas: «Ha resucitado el buen pastor, que dio la vida por sus ovejas. Y se dignó morir por su rebaño».[1] El obispo tiene la precedencia en el amor generoso por los fieles y por la Iglesia, según el modelo de san Pablo: «Me alegra sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col l, 24).
Ciertamente, al oficio de Pastor corresponde también amonestar. Pienso que, bajo este aspecto, quizá he hecho demasiado poco. Hay siempre un problema en la relación entre autoridad y servicio. Tal vez deba reprocharme a mí mismo por no haber intentado lo suficiente para mandar. En cierta medida es debido a mi temperamento. Pero de algún modo hace referencia también al deseo de Cristo, que pidió a sus Apóstoles servir, más que mandar. Naturalmente, la autoridad corresponde al obispo, pero mucho depende del modo en que se ejerza esa autoridad. Si el obispo se apoya demasiado en la autoridad, la gente piensa enseguida que sólo sabe mandar. Al contrario, si adopta una actitud de servicio, los fieles se sienten espontáneamente dispuestos a escucharle y se someten gustosos a su autoridad. Parece que en esto hace falta un cierto equilibrio. Si el obispo dice: «¡Aquí sólo mando yo!», o «Aquí el único que está dispuesto a servir soy yo», algo falla. El obispo debe servir gobernando y gobernar sirviendo. Un modelo elocuente es Cristo mismo: Él servía siempre, pero en el espíritu divino de servicio sabía también expulsar a los mercaderes del templo cuando era necesario.
No obstante, pienso que, a pesar de la resistencia interior que sentía a la hora de reprender, he tomado todas las decisiones que han sido necesarias.
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