Confort y Carencias del no-creyente
Por: Salvador Reding V | Fuente: Catholic.net

En memoria de Anthony Flew († 8-IV-10), el ateo vuelto teísta, autor del libro “There is a God: How the World´s Most Notorious Atheist Changed His Mind”.
Para quien tiene Fe, virtud cardinal, creer en un Dios creador, todopoderoso, juez y padre bondadoso, y cumplir ciertas responsabilidades ante Él y ante los hombres, es normal, van de la mano. El creyente tiende a la bondad, es decir a la preeminencia del bien actuar sobre el mal, porque Dios así lo pide, y además le nace naturalmente.
Humanamente hablando, el “buen ciudadano”, procura en su conducta ser útil a la sociedad, cumplir sus deberes para con la patria, su comunidad y su familia. Pero si además cree en Dios, y se le ha enseñado que Él dicta determinadas normas de conducta, como es el Decálogo judeo-cristiano, procura también ajustar su conducta a dichas normas.
FE Y BIEN OBLIGADO.- Creer, tener Fe en un Dios, implica así la obligación de la buena conducta. Para ello le fue dado un sentido natural y educado del bien y del mal, esto es una conciencia; tiene una razón para juzgar si una acción en buena o mala y por último tiene voluntad para decidir si sigue o no los dictados de la conciencia, juzgando sus propios actos.
La Fe lleva implícita la relación con ese Dios, una religión, con obligaciones para con Dios mismo y para con su prójimo. Sabe que al morir, será sometido a juicio para recibir un premio o castigo eternos, según haya sido su conducta y su actitud de arrepentimiento por mal obrar o por omisión del bien que no hizo. Todas las religiones monoteístas siguen en términos generales este patrón.
LOS NO CREYENTES.- Pero hay quienes no creen en Dios, y puede ser por varias razones, desde haberse formado en una familia y medio educativo ateos, donde aprendieron que no existe tal cosa como un Dios, que son fantasías, supersticiones o simplemente que no tiene sentido. Hay también quienes nacieron y se desarrollaron en un medio creyente, pero su saber religioso fue insuficiente y abandonaron la Fe. El extremo es de los que por posición intelectual deciden no creer.
Muchos que se dicen no-creyentes realmente son no-practicantes religiosos, desestimando las obligaciones para con el Dios que les fue enseñado. Si son personas de buena voluntad, tratarán de llevar una vida ordenada éticamente, y de hacer el bien a los demás como principio de vida, pero sin darle mérito trascendente.
LOS QUE DECIDEN NO CREER.- Pero hay quienes deciden no creer, sin haber realizado un proceso largo y profundo de reflexión, de razonamiento, que les llevó al convencimiento de que la teoría divina es falsa, y que el ateísmo es correcto, racional. Sin duda hay quienes sí se cues-tionaron la existencia de Dios, y terminaron por convencerse de que no existe, y en consecuen-cia, tampoco un alma que viva después de la muerte.
Quienes no creen en Dios, por decisión y no por haberlo razonado, tienen una posición muy cómoda, pues no hay tampoco obligaciones religiosas. No habiendo Dios, no hay deberes que cumplirle, y seguir el dictado de la conciencia es cuestión de gusto, de preferencias. No habien-do vida trascendente a la muerte, ni juicio, premio o castigo eternos, lo que haga bien o mal terminará, sin consecuencia alguna post-mortem, con la propia vida.
CONFORT Y PENAS DE NO CREER.- Esta posición de quienes deciden no creer, resulta muy confortable, pues se desvanecen en el aire múltiples obligaciones; la vida es única, lo que le saquemos de bueno es provecho, y lo que dejemos pasar es desperdicio. Sin embargo, es un confort relativo, ya que ante los males de la vida, no hay consuelo alguno; el sufrimiento físico o mental carece de sentido y no tiene valor. Quien decide no creer gana en confort de menos re-glas de vida, pero pierde mucho en la falta del Padre bondadoso, que en la vida terrena le dará satisfacción y consuelo, sentido de ser, y en la eterna una felicidad maravillosa.
No creer en Dios, por decisión personal, es una verdadera pena, ya que la bondad, el sufrimien-to, la alegría, la vida misma, no tienen sentido inmanente, pues todo termina con la muerte. In-telectualmente hablando es también una pena, ya que el ateo por decisión normalmente no tiene una explicación de la existencia de la materia, de la psique humana, que sea válida para la razón, no lo cuestiona.
¿Y EL ORIGEN DEL UNIVERSO?- Si el universo, con sus intrincadas leyes, no lo hizo un Dios, un ser todopoderoso ¿se hicieron solas las cosas? La alternativa de Dios carece de sentido, es creer que las cosas se dieron su propio origen y sus propias leyes, lo que finalmente llevaría como consecuencia a que lo que se llama “naturaleza”, es en sí algo todopoderoso, un ser o conjunto de seres auto-generador(es), dios(es).
Hablando con ateos por decisión –no los convencidos de que la teoría divina es falsa y su otra explicación del universo y la vida es verdadera–, nunca he recibido –o conocido– una respuesta alterna, razonada, a la teoría creacionista del universo, por un Dios todopoderoso que no sean simplistas e incompletas.
Solamente niegan a Dios sin dar una explicación sobre la existencia de cosas y psique humana que la sustituya; rehuyen el tema, se enojan, se manifiestan agredidos ante el cuestionamiento. Dicen que debe haber una explicación, pero no la tienen ni desean buscarla, parece asustarles la idea de poder llegar racionalmente a un callejón sin salida. Su posición es “yo no creo, y ya, déjame en paz”.
El ejercicio intelectual de encontrar una explicación alterna, sustentable racionalmente, sin falla alguna de puntos indefinidos, frente al creacionismo por un Dios todopoderoso, es muy fatigante, y no he conocido ateo alguno que asegure haber pasado por dicho ejercicio, que esté racio-nalmente convencido de que el origen de la existencia, de la vida, es otro específico, demostra-ble, que no sea un Dios.
EL SENTIDO DE LA VIDA Y DE LA MUERTE.- El confort de haber decidido no creer, lleva entonces aparejada la negación de muchas responsabilidades, de no tener que cumplir ritos ni liturgia, ni ir a templo alguno. Pero tiene la enorme carga de carecer de sentido la existencia de la conciencia ¿para qué ser bueno si puedo ser malo, para que cumplido si puedo ser omiso, pues mi existencia termina con mi muerte?
Sin trascendencia post-mortem ¿qué sentido tiene la vida? El confort de no creer lleva así la carga de esta falta de sentido vital, la conciencia se vuelve inútil y el buen actuar no pasa de ser una satisfacción pasajera. No queda nada para sí, después de morir. Pero también carecen de sentido el culto, el respeto, el amor a los seres queridos que han muerto; si no existen sus almas ¿qué queda de ellos más que el recuerdo y sus huesos? Vale la pena creer en Dios.
Sin embargo, hay quienes dicen no creer, pero viven como si creyeran, y Dios no lo olvidará a la hora de su muerte; se llevarán una grata sorpresa: Dios sí existe y sabe recompensar en una nueva vida en su Reino, porque les dirá como en el Evangelio: “cuando tuve hambre, me diste de comer, cuando tuve sed, me diste de beber, cuando estuve desnudo me vestiste, cuando estuve enfermo me visitaste..., ven pues bendito de mi Padre al Reino que tengo preparado para los que me sirven y me aman”.


