En torno al ser humano
Por: Tomás Melendo | Fuente: Arbil.org

Caracterización del sujeto humano.
a) ¿«Qué» o «quién»?
¿Qué es un hombre? : apenas me fue propuesto el título de mi intervención advertí que la respuesta a esa pregunta haría imprescindible una pequeña modificación en los términos en que se planteaba.
En efecto, lo absolutamente definidor del sujeto humano, lo que lo distingue y eleva sobre el resto de las realidades materiales —arrojando una luz poderosa y eficaz ante quienes se adentran por los no fáciles caminos de la bioética—, es que ningún hombre se encuentra adecuadamente caracterizado como un «qué», sino que se configura, de la manera más estricta y decisiva, como un «quién».
Y, en verdad, aunque en ocasiones se trate más de un recurso verbal que de una comprensión auténtica de lo que está en juego, en la contraposición entre «algo» y «alguien» conservan nuestros contemporáneos los últimos residuos mediante los que consiguen atisbar la abismal diferencia que ensalza al hombre sobre los animales, las plantas y los seres inertes, confiriéndole un estatuto del todo privilegiado.
A esa peculiarísima y prominente posición se ha aludido durante siglos al emplear la voz «persona». Pero, como sugería, hoy son bastantes los que no alcanzan a penetrar su significado. No hace todavía dos años, en una entrañable conversación mantenida en Pamplona en el Departamento que dirige, me comentaba el Dr. Gonzalo Herranz, con estos o parecidos términos: «la tragedia de los jóvenes médicos actuales es que pueden llegar al cabo de la carrera sabiendo mucho, muchísimo, sobre la célula, pero ignorándolo todo o casi todo acerca de la persona».
Las consecuencias de ese déficit —añado por mi cuenta— no pueden resultar más devastadoras: basta tener presente que el sujeto propio de la medicina, tal como viene considerándose desde antiguo, no es el conjunto de fibras, tejidos y funciones que denominamos «organismo»; no es tampoco, como parece tristemente imponerse en la actualidad, la «máquina» biológica [1] ; sino, en el sentido más cabal y riguroso de los vocablos, la persona humana.
Olvidarlo lleva a desvirtuar notablemente la relación entre persona-médico y persona-paciente en el diario ejercicio clínico (y no es éste uno de los problemas más menudos planteados hoy a la medicina); pero también socava los fundamentos en que se asienta el entero edificio de la bioética, y que, en definitiva, podrían expresarse apelando a la suprema e inviolable dignidad de todo individuo humano.
¿Por qué razones? Porque el estudio más profundo y detallado de las distintas disciplinas que consideran al hombre como simple organismo podrá manifestarnos, sí, la grandeza apoteósica y el primoroso esmero de sus condiciones físico-químicas, genéticas, biológicas y funcionales, pero permanece del todo a ciegas ante la auténtica y más sublime excelsitud que corresponde al hombre en cuanto hombre: que es, justamente, la que deriva de su estricta condición personal[2] .
Cuando, hace ya más de quince siglos, Agustín de Hipona se hizo la misma pregunta que a mí me han planteado respondió de una manera simple pero determinante: «singulus quisque homo… una persona est »: «cada hombre singular y concreto es… una persona». [3]
El camino, pues, no podría estar más claro. A lo largo de estos minutos intentaré esclarecer, en la medida de lo posible, el significado íntimo de este vocablo-realidad egregio: «persona».
b) Tras las huellas de la persona.
Al respecto, muchas y muy variadas descripciones se han esculpido en el curso de la historia. Las mejores entre ellas gozan de una estrecha afinidad, hasta el punto de resultar equivalentes. La de Boecio ha sido, durante siglos, la de mayor aceptación: es persona, decía el más ilustre antecesor de la Edad Media, toda «substancia individual de naturaleza racional.»[4]
Ofuscados quizá por las connotaciones inherentes al individualismo contemporáneo y por el fracaso estrepitoso de la razón ilustrada, hay quienes menosprecian esta excelente cuasi definición, achacándole una especie de singularismo egotista y egocéntrico, que acabaría por encerrar a cada sujeto en los límites angostos de sus intereses particulares.
Está en otro plano, más profundo y jugoso, la fórmula que examinamos… aun cuando su contexto inicial y directo sea el de la lógica. Veremos más adelante, entre otras cosas, que su referencia al individuo concreto y singular desempeña un papel determinante en el entero universo dela bioética. Añadiré ahora que para Boecio, y para quienes se sitúan en su misma tradición especulativa, la apelación a la «racionalidad» no encierra un deje de intelectualismo frío y poco humano: puesto que, al contrario, la naturaleza racional implica, sí, como derivando de ella, el entendimiento, pero también la voluntad, con los restantes apetitos, y, por ende, la libertad y el amor, con su cortejo de sentimientos.
Santo Tomás, por ejemplo, lo afirmaba de manera explícita: todo ser dotado de inteligencia se encuentra por fuerza provisto de esa inclinación al bien en cuanto bien que denominamos voluntad, y cuyos frutos naturales son la autonomía en el obrar y la dilección amorosa.
No extraña por eso que quienes, poseyendo la equilibrada y sugerente inspiración griega, se encuentran sin embargo urgidos por las aspiraciones y los intereses del mundo moderno, propongan otras fórmulas, capaces de trascender el marco estrictamente aristotélico de la racionalidad, pero sin rechazarlo en absoluto.
Escribe, por ejemplo, Luis Clavell: «Sin disminuir en nada la validez de la definición clásica del hombre como animal racional, hoy nos resulta más expresiva de la peculiar perfección humana su caracterización como animal liberum.» [5] No hay cambio de perspectiva, pero sí un adelanto en la explicitación de los implícitos. La libertad es, en efecto, como ya apuntó Agustín de Hipona, la propiedad esencial de las dos potencias superiores de la persona: el entendimiento yla voluntad. E incluso podría afirmarse que define de manera intrínseca su mismo ser: la persona, toda persona, posee un ser libre. La persona humana, en concreto, es participadamente libertad [6] .
Pero como el amor es el fundamento y el sentido último de la libertad, su acto más radical y propio, un avance definitivo en la línea instaurada por Boecio es el que lleva a definir a la persona como principio o término, como sujeto y objeto, de amor.
Y, en verdad, según he explicado en otras ocasiones [7] , esta descripción se aplica a todas las personas y solo a ellas: tomando el amor en su sentido más alto, como un querer el bien en cuanto tal, o el bien del otro en cuanto otro, únicamente la persona resulta capaz de amar y, de resultas, únicamente ella es digna de ser amada. La entraña personal de la persona exhibe, pues, un nexo constitutivo con el amor. En este sentido, afirma con vigor Carlos Cardona : «el hombre, terminativa y perfectamente hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, autorreducido a cosa» [8] .
Entendimiento, libertad, amor. Entre los metafísicos contemporáneos, tal vez sea Heidegger el que, de forma implícita, más se haya acercado al fundamento de esta múltiple y profunda caracterización del hombre, al calificarlo como Da-sein. Con muchísima frecuencia se ha traducido al castellano esta expresión, dotándola de una estricta valencia existencial o existenciaria: el hombre, como Da-sein, es lo que se encuentra «arrojado» en la existencia, el «ser-ahí».
Heidegger conoce y acepta esta traducción. Pero consagra, como más propia de la fuerte carga metafísica de su pensamiento, la versión del vocablo Da-sein como «el ahí del ser». De acuerdo con este modo de entender la sugerencia heideggeriana, el hombre sería un Da-sein en virtud de su apertura radical al mundo, a todo lo que es, precisamente en cuanto que es. En su calidad de «ahí del ser», el hombre se configuraría como aquella privilegiada realidad para la que la realidad se presenta justamente como real: se definiría como logos o «pastor» del ente [9] .
De esta suerte, aunque de manera no del todo explícita, entronca Heidegger con lo más granado de la tradición metafísica occidental. Con Heráclito, por ejemplo, cuando le negaba fronteras al alma; con Parménides, que establecía una estricta relación de correspondencia entre pensamiento y ser; o con Aristóteles, que aúna y lleva a cumplimiento ambas perspectivas, al afirmar que, de algún modo, el alma es todas las cosas. Siglos más tardes, en plena era cristiana, este cúmulo de sugerencias cuajarían en fórmulas densas, preñadas de contenido: las que sostienen que el hombre es capax entis y, por ello, capax veri, boni et pulchri: que está abierto a la realidad en cuanto tal, y que, en consecuencia, puede captar lo verdadero como verdadero, querer y promover lo bueno en sí y gozarse y dar vida a realidades dotadas de belleza.
Ya en nuestra centuria, el pujante movimiento conocido como «antropología fenomenológica» ha dotado de connotaciones aún más concretas a estas hondas caracterizaciones del hombre, al contraponer a éste de forma explícita con el animal. Cuando Gehlen, von Uexküll, Plessner o Max Scheler aseguran que los animales únicamente tiene «perimundo» o «entorno» (Umwelt), quieren decir, antes que nada, que resultan incapaces de apreciar el conjunto íntegro de las realidades que componen el universo: que su alma no es bajo ningún concepto todas las cosas, por seguir con la fecunda sugerencia aristotélica; y pretenden significar además que, en aquellos entes que captan, los animales descubren exclusivamente los aspectos que presentan un «interés» para su propia dotación instintiva, por manifestárseles como beneficiosos o dañinos para sí mismos o para su especie en cuanto suya. Las demás facetas de lo que les rodea, y todo el resto de los seres, no es sólo que no reclamen su atención, sino que, al resultarles in-aprehensibles, ni siquiera existen para ellos.
Por ejemplo, y acudiendo a observaciones que se hunden en lo más remoto de los siglos, para el cordero recién nacido la oveja madre es advertida exclusivamente como fuente de alimentación (como lactabile, que decían los medievales) y de calor: esto es, en función del beneficio que a él le produce. El lobo, por su parte, le resulta aprehensible sólo como un peligro del que hay que huir (como fugiendum, en la terminología latina): es decir, una vez más, en dependencia del daño que tiende a provocarle. Ninguna de estas dos realidades —oveja madre o lobo— viene conocida por nuestro corderito como algo autárquico, consistente, con un modo de ser y unas características concretas y definitorias por sí mismas, y que además le resulta provechoso o dañino: sino que el animalito los percibe únicamente desde ese «además», desde la perspectiva de su propia utilidad o perjuicio. Y de ahí, como decíamos, que aquellos otros seres —vivos o inertes— que ni lo favorecen ni lo dañan, de ningún modo entren en su campo de percepción: para él, repito, no existen.
Como consecuencia, y trascendiendo la estrechez del ejemplo, al ejercer su actividad los animales irracionales se moverán también, de forma privativa, atendiendo a su propia conveniencia y ventaja: perseguirán lo que para cada uno de ellos se ofrezca como provechoso, y huirán de lo que, también para cada uno, se muestre perjudicial: es decir, obrarán a tenor del puntiforme y exclusivista bien o mal para sí (o para su especie, en cuanto que es la suya, según apunté).
En conclusión, tanto desde el punto de vista del conocimiento como del de los apetitos, el animal goza sólo de perimundo: de un conjunto parcial de fragmentos de realidad, remitidos de forma determinante a ese «centro» —su propia dotación instintiva—, que es la que les confiere significado.
El hombre, por el contrario, tiene mundo (Welt) porque puede llegar a conocer la totalidad de lo que existe y, además y sobre todo, porque es capaz de captarla no en la referencia que presenta para él, para cada sujeto humano, sino tal como esas realidades son en sí mismas: en cuanto entes, dotados de una densidad propia, y cognoscibles en sí o verdaderos. Por lo mismo, relativizando o poniendo entre paréntesis sus propios instintos o tendencias, el ser humano se muestra idóneo para querer, procurar y dar vida a lo que es bueno en sí mismo —y no sólo para él— y, por consiguiente, también a lo que resulta bueno para los demás.
En este sentido, sostiene la antropología fenomenológica que el animal irracional se constituye en centro de la realidad que lo circunda: que todo lo relativiza, al referirlo a sí; o, en terminología antropomórfica, que es «egoísta». Mientras que el hombre, a la inversa, se configura como una realidad «ex-stática» o «ex-céntrica», por estar dotado de una aptitud innata para reconocer, en cada una de las personas que lo rodean, otros posibles «centros» del cosmos, también virtualmente «ex-céntricos».
No todo lo torna relativo a sí, a su satisfacción o a su daño: puede querer y perseguir efectivamente el bien de los otros, es capaz de realizar acciones por completo «inútiles» desde el punto de vista de su mera supervivencia biológica. Por eso, remedando el modo de decir que acabamos de utilizar, la persona humana, precisamente en cuanto persona, es «altruista»: puede y tiende a amar.
Tras estas sucintas reflexiones, los rasgos más íntimamente configuradores de la persona en cuanto tal ya han sido reseñados. Lo que define el carácter trans-biológico o supra-animal del hombre es su nativa relación o apertura al ente en cuanto ente y, como consecuencia, a lo verdadero, lo bueno y lo bello, considerados en sí mismos y, por ende, en su entera universalidad. Cualquiera de los restantes atributos con que cabría caracterizar al sujeto humano resultan concreciones o derivaciones de este su estructural perfil onto-lógico: lo son la autoconciencia, la posibilidad de comunicarse con sus semejantes mediante el lenguaje, la libertad, la solidaridad, el trabajo, la predisposición a participar en empresas comunes…
Adentrarse en la consideración de cada una de estas propiedades, o incluso sólo de las más básicas, abriría un vasto mundo de sugerencias, todas ellas pertinentes, pero entre las que resultaría difícil elegir. Por eso —y sin abandonar del todo esta perspectiva fundamental— escogeré como guía para el resto de mi intervención unas palabras de Buenaventura de Bagnoreggio, cargadas de resonancias para cualquier intento de fundamentación ética de la actividad humana, y con las que él pretende sintetizar lo más relevante y constitutivo de la persona: «La condición personal —escribe en su conocido Comentario a las Sentencias— se encuentra configurada por dos factores: singularidad y dignidad.» [10]
La dignidad humana.
a) Hacia una descripción de la dignidad personal.
De los dos rasgos referidos por San Buenaventura, uno parece haber sido aceptado plenamente por nuestros contemporáneos. En efecto, entre las asociaciones de vocablos más recurrentes en el mundo de hoy se encuentra la que recogen frases como «dignidad de la persona humana», «dignidad humana» o «dignidad personal». Pero ¿son nuestros conciudadanos mínimamente conscientes del alcance de sus afirmaciones?; ¿entienden, por ejemplo, lo que significa el término «dignidad»?; y, si la respuesta es negativa, ¿no sería oportuno que se les ayudara a esclarecer el sentido preciso de esa palabra?
Sin duda, tiene razón Reinhard Löw cuando rechaza la posibilidad de «definir» con exactitud y de manera exhaustiva la noción de dignidad. Estamos, en efecto, ante una de esas realidades tan primarias, tan «principiales», que resultan poco menos que evidentes y que, por tanto, no cabe esclarecer mediante conceptos más notorios [11] . En una primera instancia, lo más que podría afirmarse de la dignidad es que constituye una sublime modalidad de «lo bueno»: la bondad de aquello que está dotado de una categoría superior. Pero qué sea la bondad, precisamente porque aparece manifiesto para todos, es imposible definirlo a partir de categorías previas.
Con todo, la cuestión se presenta adornada de tan vital importancia para el problema que nos ocupa, que no resultará ocioso intentar perfilar, siquiera someramente, el significado de esta noción primigenia. Como lo «bueno» constituye en sentido radical algo originario —se configura como uno de los trascendentales, de los primeros principios, de la filosofía clásica—, lo que podemos es intentar discernir la diferencia específica de lo digno dentro del ámbito común de lo bueno: es decir, qué es lo que hace que a un determinado tipo de bondad, en razón de su particular eminencia, le corresponda el apelativo de «dignidad».
Los diccionarios al uso nos ofrecerían una primera pista, al explicarnos que la dignidad «es el decoro conveniente a una categoría elevada o a las grandes prendas del ánimo» [12] ; apuntarían de este modo a la diferencia específica y al fundamento último de la excelencia propia de lo digno, que es la interior elevación o alcurnia de un sujeto. Y, en efecto, el simple análisis verbal y ciertamente incompleto del significado de nuestro vocablo induciría a pensar que el punto terminal de referencia y el origen de cualquier dignidad reside en la suprema valía interior de la realidad quela ostenta. Lo que habría en juego a la hora de caracterizar lo digno serían, pues, dos elementos que, al menos desde las especulaciones de Agustín de Hipona, se encuentran estrechamente emparentados: la superioridad o elevación en la bondad, y la interioridad o profundidad de semejante realeza [13] .
A las misma conclusiones llega el análisis filosófico. Afirma Kant, por ejemplo: «aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.» [14]
A su vez, sugiere Søren Kierkegaard que la condición personal, entendida en sentido ontológico, como raíz y fundamento de la dignidad, no es «algo inmediatamente accesible; la personalidad es un replegarse en sí mismo, un clausum, un ádyton, un mystérion. La personalidad es lo que está dentro, y éste es el motivo de que el término “persona” (personare) resulte significativo.» [15]
Idénticos elementos encontramos, por fin, en un ensayo de Robert Spaemann, consagrado íntegramente al estudio de nuestro problema. Sostiene en él el ilustre filósofo alemán que la dignidad constituye siempre «la expresión de un descansar-en-sí-mismo, de una independencia interior.» Y agrega, conjugando las apreciaciones fenomenológicas con las de la ontología más estricta, que semejante autonomía no ha de ser interpretada «como una compensación de la debilidad, como la actitud de la zorra para quien las uvas están demasiado verdes, sino como expresión de fuerza, como ese pasar por alto las uvas de aquel a quien, por un lado, no le importan y, por otro, está seguro de que puede hacerse con ellas en el momento en que quiera.
Sólo el animal fuerte nos parece poseedor de dignidad, pero sólo cuando no se ha apoderado de élla voracidad. Y también sólo aquel animal que no se caracteriza fisionómicamente por una orientación hacia la mera supervivencia, como el cocodrilo con su enorme boca o los insectos gigantes con unas extremidades desproporcionadas. La dignidad tiene mucho que ver con la capacidad activa de ser; ésta es su manifestación.» [16]
Procuremos avanzar a partir de las palabras citadas. Asombra, en primer término, la similitud de algunas de las expresiones utilizadas por los tres filósofos. Kierkegaard habla de un «replegarse en sí mismo» y de una excelencia que «está dentro». Kant, como vimos, de un valor interno: «innere Wert, d. i. Würde» [17] ; a lo que añade: «la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.» [18] Y Spaemann, por fin, se refiere a un «descansar-en-sí-mismo» y a una «independencia interior». De este modo, los dos componentes a los que hace unos instantes aludíamos —la elevación y la correspondiente interioridad— parecen resumirse o articularse en torno a uno que los recoge y lleva a plenitud: el volverse sobre sí o «recostarse» autónomamente en la altura del propio ser.
Cabría, entonces, avanzar una primera descripción de la dignidad: habría que entender mediante este vocablo aquella excelencia o encumbramiento correlativos a un tal grado de interioridad que permite al sujeto manifestarse como autónomo.
Quien posee un «dentro» en virtud del cual puede decirse que «se apoya o sustenta en sí», conquista esa «estatura» ontológica capaz de introducirlo en la esfera propia de lo sobreeminente, de lo digno. Y esto, tanto en los dominios de la fenomenología como en los de la ontología más estricta. Atendamos por ahora a los primeros.
No es difícil relacionar lo significado por las fórmulas propuestas con lo que sugieren, de manera espontánea e inmediata, el vocablo «dignidad» o alguno de sus sinónimos ponderativos, como «majestad» y «realeza».
En efecto, lo majestuoso nos resulta instintivamente advertido como aquello que se encumbra «al afirmarse y descansar en sí»: sin «necesitar» de lo que le circunda y sin «sentirse amenazado» por ello. Y esto, tanto en el terreno de la simple metáfora —piénsese en la prestancia de un águila, un león o un pura sangre, que parecen dominar con su sola presencia el entero entorno que los rodea—, como también, y primordialmente, en el ámbito más propio de las realidades humanas: un buen juez, pongo por caso, manifiesta de forma eminente y casi, casi física la excelsitud de su rango cuando, «asentado» en su trono, juzga y decide «desde sí» el conjunto de cuestiones sometidas a su jurisdicción; pero revela todavía más su abolengo cuando, prescindiendo de las signos exteriores de su condición profesional, «replegándose» más sobre su interna grandeza constitutiva, logra expresar al margen de toda pompa y aparato aquella sublimidad íntimamente personal que lo ha hecho merecedor del cargo que desempeña. Y, en esta misma línea —aunque, ciertamente, no para todos—, un sencillo pastor de montaña recorta sobre el paisaje la grandiosa desnudez de su alcurnia de persona en la proporción exacta en que, firme e independiente en su propia humanidad, sabe «prescindir» de todo cuanto le rodea: despegado incluso del pasar del tiempo, se muestra también ajeno al sinfín de solicitaciones y oropeles de la vida de ciudad.
De manera semejante, se afirma que una persona actúa con dignidad cuando sus operaciones «no parecen poner en juego» el noble hondón constitutivo de su propio ser. Alguien acepta un castigo o una injusticia dignamente, o lucha por adquirir un bien conveniente o incluso necesario con pareja compostura, precisamente cuando nada de ello parece afectar la consistencia de su grandeza o densidad interior: ni las afrentas la amenazan ni semejante realeza depende de la consecución de los beneficios o prebendas: el sujeto digno se encuentra como asegurado en su propia espesura y en su solidez interior.
La dignidad apunta, de esta suerte, a la autarquía de lo que se eleva al asentarse en sí, de lo que no se «desparrama» para buscar apoyo en exterioridades inconsistentes: ni las requiere ni, como sugería, se siente acechado por ellas. Desde este punto de vista, la templanza, el desprendimiento de los bienes materiales, suscita indefectiblemente la sensación de dignidad: justamente porque quien obra con tal moderación se muestra suficientemente radicado en su valía interior, hasta el punto de que las realidades que lo circundan se le muestran como superfluas y es capaz de renunciar a ellas.
Todo esto, decía, resulta accesible a cualquier observador agudo que reflexione sobre el asunto. Está en el ámbito del análisis fenomenológico. Por su parte, para quienes se encuentran más o menos familiarizados con las categorías filosóficas de los últimos siglos, las locuciones de Kant, las de Kierkegaard y Spaemann, y el conjunto de disquisiciones que hemos hecho en torno a ellas, evocan de inmediato una misma y trascendental noción metafísica: la de «absoluto».
Algo es «ab-soluto», en cualquiera de sus acepciones y posibles intensidades, en la medida concreta en que, de un modo u otro, «reposa en sí mismo» y se muestra autárquico, exento. Y como todo ello, según se nos acaba de sugerir, es índice y raíz de dignidad, podríamos avanzar un nuevo paso y definir a ésta, justamente, como la bondad que corresponde a lo absoluto.
Así lo hace, de manera explícita, Tomás de Aquino: «la dignidad —escribe— pertenece a aquello que se dice absolutamente: dignitas est de absolutis dictis.» [19] Si queremos, pues, adentrarnos hasta la significación ontológica de la dignidad del hombre, habremos de responder a este interrogante: ¿de qué modo y manera puede considerarse «absoluta» la persona humana?
b) Aspectos y fundamentos de la dignidad humana.
No hace mucho, en un Simposio europeo de bioética celebrado en Santiago [20] , expuse los tres sentidos principales en que cabe caracterizar al hombre como absoluto. Cada uno de ellos, según veremos, se erige simultáneamente como indicador adecuado de su particular dignidad.
1) El hombre es un absoluto, en primer término, en cuanto se encuentra in-mune o des-ligado (ab-suelto) de las condiciones empobrecedoras de la materia: por no depender intrínseca y substancialmente de ella, no se ve afectado por la minoración ontológica que ésta inflige a lo estricta y exclusivamente corpóreo. Desde este punto de vista, cualquier persona humana exhibe una peculiar nobleza ontológica por cuanto su acto de ser «descansa en» el alma espiritual, a la que en sentido estricto pertenece, y desde la que encumbra hasta su mismo rango entitativo a todas y cada una de las dimensiones corporales de su sujeto. En consecuencia, tales componentes materiales —también los de la sexualidad, fuente de nueva vida, y los restantes relacionados de manera específica con la bioética— se sitúan a años luz por encima de los que descubrimos en los meros animales o en las plantas; sin abandonar su condición biológica resultan, en la acepción más cabal del vocablo, personales: merecedores no sólo de respeto, sino de veneración y reverencia.
2) En segundo lugar, la índole absoluta de cada ser humano se refiere a una acabada independencia axiológica frente a todos y cada uno de los componentes de su misma especie. Quiere decirse con ello que el valor radicalmente constitutivo de cada persona humana no surge de una relación subordinante respecto a sus congéneres, ni solos ni considerados en conjunto. Muy al contrario, cada «ab-soluto» humano se encuentra des-ligado, por elevación, de la propia especie a que pertenece, y goza de un sentido propio al margen de ella. Por eso, si antes podríamos haber hablado de una condición estrictamente supracósmica, ahora tendremos que afirmar, sin atenuantes, una acendrada «vocación» supraespecífica, radical y propiamente personal, que hace de cada sujeto humano, como sugiereCarlos Cardona, «alguien delante de Dios y para siempre.» [21] Ésa es la clave más definitiva de su peculiar nobleza. Pero sobre ello quizá vuelva más adelante.
3) El tercer y decisivo sentido en que el ser humano ha de considerarse absoluto es el que lo constituye como un fin terminal, o como una meta en sí mismo: como un estricto «para-sí». [22] Precisamente por su trascendencia respecto al conjunto del orbe material, y por destacarse también de los demás integrantes de la propia especie, la persona humana «se recoge en sí» y aparece dotada de un valor autónomo, que impide su relativización radical o instrumentalización: se muestra provista, como decíamos, de la valía que corresponde a lo que es fin en sí, y no mero medio para lograr otra cosa.
Llegados a este punto, una nueva referencia explícita a Kant se torna ineludible. En efecto, en su Metafísica de las costumbres, dejó escritas el filósofo de Könisberg las que quizá se han transformado en las más conocidas de sus palabras: «La humanidad misma es una dignidad, porque el hombre no puede ser tratado por ningún hombre (ni por otro, ni siquiera por sí mismo) como un simple instrumento, sino siempre, a la vez, como un fin; y en ello precisamente estriba su dignidad (la personalidad).» [23] He aquí la expresión paradigmática de la dignidad personal en el mundo moderno, el principio implícitamente operante en los juicios de valor —hoy tan frecuentes— que descalifican las actitudes lesivas para la nobleza intrínseca de un sujeto humano, incluyéndolas bajo la categoría de «manipulación» o, peor aún, de «instrumentalización»: transformar a alguien en simple instrumento o herramienta, en algo meramente útil, equivale para el hombre contemporáneo —deudor en este extremo del pensamiento de Kant— a mancillar su grandeza constitutiva.
Con todo, la afirmación kantiana quedaría desprovista de su cimentación radical y última si se concibiera al margen de cuanto hemos sostenido en los párrafos anteriores. El hombre es fin en sí mismo por cuanto de manera definitiva no se supedita ni al conjunto del universo meramente corpóreo ni al resto de sus semejantes, considerados uno a uno o en su totalidad. O, con otras palabras, por cuanto de ningún modo puede reducirse a la categoría de «fragmento» o «porción» de un cosmos que lo trasciende, ni a la condición de mero «número» entre los integrantes de su especie. Lo cual, conceptuado de manera positiva, nos remite a la idea central de dignidad: la de la propia suficiencia, enraizada en un «descansar en sí» que, en el caso del hombre, se corresponde con la presencia de un alma espiritual e inmortal, necesaria, que recibe en sí misma —y no en la materia— el acto personal de ser. Según Carlos Cardona: «Es la propiedad privada de su acto de ser lo que constituye propiamente a la persona, y la diferencia de cualquier otra parte del universo.» [24]
La posesión de un acto de ser en propiedad privada —inalienable e indisponible— sería, entonces, el rasgo más constitutivamente definidor de la condición de persona y la raíz intrínseca decisiva de su eminente dignidad. Pero de esa peculiar tenencia, ligada a la índole espiritual de su sujeto, se sigue de manera ineludible la necesidad del propio existir —necesidad ab alio, en el caso de los espíritus creados— yla inmortalidad. Espiritualidad, necesidad e inmortalidad son, pues, los títulos metafísicos por los que la persona humana se revela como «descansando en sí»: ni radicalmente necesitada ni, en definitiva, amenazada ontológicamente por nada de lo que la circunda; y, por todo ello, goza de una particular eminencia ontológica, de una excelsa dignidad entitativa.
Se entiende, a la vista de estas decisivas afirmaciones y volviendo en parte a la consideración propia de la fenomenología, lo que antes señalaba Robert Spaemann: que la desmedida orientación hacia la supervivencia o una lucha incontrolada por lograrla disuelvan de manera inmediata la sensación de dignidad que despierta una realidad dada: por cuanto muestran, con innegable patencia, la basilar indigencia ontológica de esos sujetos, su incapacidad para sustentarse a sí mismos, asegurados en su propio ser. Y se comprende también que, en un sentido propio y no figurado, desde una perspectiva metafísica estricta, sólo puedan considerarse dignas las personas: por cuanto únicamente ellas gozan de un ser perdurable y, por ende, «reposan en sí mismas» con la seguridad que da lo que no puede perderse.
Desde este punto de vista, las consideraciones de rango estrictamente fenomenológico que exponíamos hace unos instantes descubren su entraña ontológica más estricta: el «sustentarse en sí» propio de lo digno pertenece en exclusiva a aquellas realidades dotadas de un ser espiritual e inmortal, que las consolida en su espesura y densidad entitativas, transformándolas, como quería Tomás de Aquino, en lo más perfecto que existe en toda la naturaleza (perfectissimum in tota natura).» [25]
Y esto baste, de momento, por lo que se refiere a la dignidad personal.
El único e irrepetible.
a) La analogía de la singularidad.
Aludía en la sección inicial de mi intervención a la especie de afinidad subterránea que liga, en nuestros tiempos, los términos «persona» y «dignidad». Añadiré ahora que casi tanto como ésta recurre, en la conversación de nuestros conciudadanos, otra asociación de vocablos: la que apareja indisolublemente persona humana y singularidad. «Cada uno es cada uno», «todo ser humano resulta único e irrepetible», «cada persona constituye una singularidad irreiterable»: éstas y otras expresiones por el estilo abundan también profusamente en los diálogos y en los testimonios escritos de quienes nos rodean.
Pero se trata tantas veces, también en este caso, de sentencias manidas, reiteradas automáticamente, y poco o nada comprendidas —en su dimensión más radical— por aquellos mismos que las repiten. Tal vez este desenfado semiinconsciente haya originado una reacción en las personas más reflexivas y cultivadas: la de sostener que la individualidad no constituye, hablando con rigor, una nota distintiva y discriminadora de las personas, porque ese atributo se encuentra también en las realidades infrapersonales. «Al fin y al cabo —he oído comentar más de una vez a personas brillantes y muy inteligentes—, también un mastín o un canario son singulares e irrepetibles; no es por ahí por donde debemos buscar lo diferencial de las personas».
¿De qué parte se encuentra la razón?, ¿de la del vulgo o de la de quienes podríamos calificar como «entendidos»? ¿Qué porción de verdad corresponde a cada una de esas opiniones? O, si preferimos plantear el asunto en otros términos: ¿es tanta la trascendencia de la persona, entendida como individuo único e irrepetible, como heterogénea respecto a las demás personas, como extra-ordinaria, como exquisitamente particular? ¿Sirve realmente la singularidad para diferenciar a las personas de las realidades infrapersonales, también concretas e irreiterables? ¿No estamos ante un simple constructo mental, ante un mero tópico, sin fundamento ni real relevancia fuera del pensamiento y el lenguaje?
Si no me equivoco, la cuestión comienza a tornarse clara en cuanto advertimos que la singularidad es una perfección, y que todas las perfecciones, desde la perspectiva estrictamente metafísica, admiten un más y un menos, se dan de forma graduada, con mayor o menor plenitud.
Por eso, la afirmación de nuestros expertos, cuando sostienen que también un mastín o un foxterrier son individuos, resulta cierta, pero incompleta; y radicalmente falsa si con ello pretenden afirmar que los ejemplares de estas razas caninas gozan de la singularidad en la misma medida que los seres humanos. Por su parte, el aserto que insiste en la irrepetibilidad del sujeto personal, sosteniendo implícitamente que tal unicidad no se encuentra en las realidades infrahumanas, es también verdadero, y me atrevería a afirmar que en mayor proporción que el que defiende lo contrario. En estrictísimo rigor, habría que decir que, ajustada y cabalmente singulares sólo lo son las personas; y, de manera todavía mas fundamental y propia, cada una de las tres Personas del Absoluto.
Pero eso sería correr excesivamente y nos llevaría demasiado lejos. Lo oportuno es recordar que los clásicos establecían una especie de gradación en la particularidad, un crescendo articulado en tres etapas: la individualidad —relativa y muy pobre— de los accidentes; la que corresponde a cualquier substancia; y la singularidad extrema e irrepetible propia de las personas.
En relación al primer punto, y sin entrar en demasiados tecnicismos, la cuestión podría plantearse así: ¿qué es lo que hace singular a cada uno de los atributos accidentales de un sujeto u otro? Y la respuesta, frente a lo que se repite casi por rutina y con muy escasa intelección de su significado, sería: más que algo que resida estrictamente en esas propiedades, el hecho, en cierto modo extrínseco, de inherir en esta o aquella substancia, en la de aquí o en la de más allá.
Y eso —vale la pena anticiparlo ya desde ahora— constituiría una prueba de la pobreza ontológica de los accidentes: es tan tenue su consistencia, poseen tan poca entidad, que «no cabe» en ellos un principio discriminador respecto a otros accidentes similares. ¿Qué distinguiría, por acudir a un ejemplo banal pero evidente, la blancura de una hoja de papel de la de otro folio del mismo tipo? Sin duda, sólo el hecho de pertenecer a una u otra lámina. En cuanto blancura, atendiendo a su naturaleza y caracteres intrínsecos y sin apelar a nada exterior a su misma esencia, las «dos» blancuras son absolutamente idénticas. Nada, dentro de ellas, origina esa singularidad que las diferencia. La distinción proviene de su sujeto.
Esta sencillísima consideración nos permitiría entrever, en primer término, que la raíz de toda singularidad descansa últimamente en las substancias. A lo que habría que agregar algo de extremada relevancia para nuestro problema: y es que esa particularidad se acrecienta —según sugeríamos— al introducirnos en los dominios estrictamente personales. O, dicho de otra manera, no del todo precisa pero significativa: en el caso de las realidades infrahumanas, el proceso de individuación parece «detenerse» en el ámbito de las especies, mientras que tratándose de personas «prosigue» hasta alcanzar a cada individuo singular y concreto.
No quiere negarse con esto que las realidades infrapersonales resulten individuadas por sus principios intrínsecos configuradores —ya anticipábamos que el modo de expresarnos era impropio—, pero sí se afirma que esa singularización es muy leve, muy poco discriminadora: que, en definitiva, cada uno de esos individuos se limita a ser un mero o puro exponente de la perfección específica.
La conocida tesis de Aristóteles, que hace de la materia contradistinta por la cantidad —materia signata quantitate— el principio de individuación de las realidades corpóreas [26] , llevaría como corolario la relativa indistinción de las substancias cuya forma no es espiritual; semejantes substancias —más en la medida en que menor resulte su rango ontológico— vendrían a quedar casi reducidas a mero número: a simple copia o «repetición» de su respectiva especie.
Cuando Tomás de Aquino, sin rechazar la tesis aristotélica pero superándola, hace residir en fin de cuentas la singularidad de cada individuo en su particular acto de ser [27] , abre las puertas a una diferenciación progresiva de las substancias en función de su peculiar categoría ontológica, distinción que alcanza su punto culminante —un verdadero «salto cualitativo»— en las realidades cuya forma substancial no depende intrínseca y constitutivamente de la materia: la persona humana, entre ellas.
Prescindiendo ahora de disquisiciones excesivamente filosóficas, cabría manifestar cuanto vengo diciendo al advertir que, entre todas las realidades que pueblan el cosmos, «únicamente la persona es “buscada por sí misma”. Sólo en el nivel de la naturaleza racional, los individuos en cuanto tales tienen un interés por sí mismos. En la escala de los seres, según los grados de perfección, por debajo de la persona humana los individuos interesan en razón de la naturaleza que poseen, porque en ellos todo se ordena a las operaciones específicas, dela naturaleza. Por más singulares que fueren», y precisamente porque no lo son en muy alto grado, «interesan sus propiedades específicas. Por el contrario, en el nivel de la dignidad personal, lo estimable, lo valioso para ser contemplado o para entrar en diálogo o comunión de vida, es el individuo, el ser singular que posee la naturaleza racional.» [28]
Un perro de guarda, de caza o de compañía —podríamos ejemplificar— interesa porque guarda, caza o proporciona acompañamiento, igual que los restantes exponentes de su especie; o, en todo caso, porque lo hace mejor que el resto: es decir, porque encarna las propiedades específicas con mayor eficacia que los demás integrantes del grupo (es decir, siempre por relación a su especie, al conjunto). Pero en ninguna circunstancia posee densidad interior como para resultar apreciable, amable y deseable por sí mismo.
Al contrario, estrictamente, que los seres personales, a los que se busca para instaurar con ellos un intercambio comunicativo de conocimiento enriquecedor y de amor, sólo posible en la misma medida en que cada uno constituya una estricta e irreiterable individualidad: en el grado en que sea, con todas sus consecuencias, él mismo. Si esto no ocurre, es decir, en la proporción en que las personas «se disuelvan» en la homogeneidad de la masa, en que no se destaquen ni diferencien respecto a ese todo genérico, el propósito de comunicación amorosa resulta del todo vano: se pierde en su mismo origen la posibilidad de un «uno mismo», de un sujeto dotado de ser propio y capaz de ofrendar a los demás algo efectivamente distinto a lo que ellos ya poseen. Sin singularidad estricta, acendrada, la comunicación honda —¡personal!— pierde todo su contenido. Sólo siendo a fondo yo mismo podré aportar algo decisivamente real, y realmente valioso, a la convivencia humana. [29]
Desde este punto de vista, y volviendo por un momento a expresiones antes utilizadas, habría que sostener que ninguna persona, tampoco la humana, se configura como un mero «ejemplar» de la especie a que pertenece, como un simple «guarismo», como una «reedición» de las perfecciones comunes. Muy al contrario, y según veremos de inmediato, cada persona humana trasciende la especie en que se incluye, y aporta al universo una novedad irreiterable, que constituye uno de los más insignes títulos de su eminente dignidad.
En este sentido, la vida propia del hombre, en su condición de persona, es la vida radicalmente singular, no asimilable a ninguna otra entre las que componen el conjunto de la humanidad. Por eso respecto a ellas, y sólo respecto a ellas, son pertinentes —e imprescindibles— las biografías. «Las personas —escribe de nuevo Eudaldo Forment—, a diferencia de los otros vivientes, tienen una vida biográficamente descriptiva de la cual merece la pena ocuparse y comprenderla». Y añade: «En las biografías no se determinan las características o propiedades universales de los hombres, sino que se intenta exponer la vida de un hombre individual, de una persona. Con una biografía no se pretende elaborar una antropología, ni tampoco un estudio metafísico sobre el ente personal, sino explicar la vida de una persona, en cuanto ésta es algo individual y propio, es decir, narrar su vida o vida personal.» [30]
¿Extrañará, entonces, que la más conocida de las obras de San Agustín —a quien vimos definir a cada hombre como persona— adopte el estilo autobiográfico, con una maestría y una penetración que probablemente todavía no hayan sido superadas? En efecto, en sus Confesiones no es el hombre, así, en general, lo que atrae la capacidad de reflexión de Agustín de Hipona, sino este y aquel hombre concreto, cada uno en su propia singularidad irrepetible y con sus particulares problemas. En definitiva, y si quisiéramos resumir, es el hombre en cuanto persona,concreta e irreiterable.
En efecto: el que Agustín, en las Confesiones, hable constantemente de sí mismo, de sus padres, de su patria, de las personas a las que ama; el que saque a la luz hasta los rincones más recónditos de su alma y las tensiones más íntimas de su voluntad…, es signo elocuente del giro experimentado por la especulación sobre el hombre a raíz del descubrimiento de su exquisita condición personal. Si comparamos la actitud del pensador de Hipona con la de su maestro Plotino —que se refiere de continuo al hombre en abstracto o en general, despoja al alma de su individualidad concreta e ignora por completo el problema de la condición personal—, advertiremos hasta qué punto nuestro filósofo ha llegado a percibir la índole propia, exquisitamente singular, de la persona y el modo en que ésta trasciende la categoría de mero «eco» o «reposición» de la especie. [31]
b) Persona, especie, individuo.
Concluyendo en parte de cuanto antecede, cabría sostener con Karol Wojtyla que no resulta legítimo «definir al hombre como individuo de la especie homo (ni siquiera homo sapiens).» Muy al contrario, «el término «persona»», al que se halla indisolublemente aparejada las ideas de dignidad y singularidad, «se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la noción “individuo de la especie”, que hay en él algo más, una plenitud y una perfección de ser particulares, que no se pueden expresar más que empleando la palabra “persona”.» [32]
Son ese apogeo y excelencia peculiares los que, por decirlo de alguna manera, «invierten» entre los hombres las relaciones individuo-especie que tienen vigencia en el caso de las realidades infrapersonales. En el reino de lo infrahumano cada individuo no es más que un momento pasajero del persistir de su especie y, más allá todavía, un resultado efímero del disponerse de la materia: una «fracción» dentro del todo. Como consecuencia, adquiere su sentido gracias a la especie de la que forma parte y, a través de ella, se encuentra drásticamente sometido al bien conjunto del universo corpóreo. No sólo la especie «vale más» que el individuo, sino que éste obtiene toda su valía por derivación de la totalidad en que se integra.
En tal sentido, sostiene Kierkegaard, con el lenguaje paradójico que le caracteriza: «Tienen razón los pájaros cuando atacan a picotazos, hasta la sangre, al pájaro que no es como los otros, porque aquí la especie es superior a los individuos singulares. Los pájaros son todos pájaros, ni más ni menos. En cambio, el destino de los hombres no es ser «como los otros», sino tener cada uno su propia particularidad.» [33]
La cuestión podría comentarse así: por su débil consistencia ontológica y operativa, los animales, las plantas, las realidades inertes, no tienen ni «derecho» ni aptitud para destacar su individualidad, recortándola sobre el horizonte del cosmos y de la peculiaridad de la familia biológica a la que pertenecen; son propiamente, como insinuaba, parte de su especie: fragmento. El hombre, por el contrario, se despega hasta tal punto de la suya propia, como algo dotado de valor por sí mismo, que, en rigor, casi podría afirmarse que no existe especie humana. O, mejor, pues no se me ocultan las múltiples dificultades que esta afirmación encierra, cabría sostener que entre los hombres la especie reviste un significado totalmente distinto —casi opuesto— al que posee en el orbe infrapersonal; o, apelando de nuevo a las palabras de Karol Wojtyla antes citadas, que esa especie —que realmente sí existe— no se configura de tal modo que el sujeto personal humano quede plenamente definido por su pertenencia a ella. Muy lejos de todo esto, en un sentido en absoluto figurado ni metafórico, cada persona humana trasciende su propio género y —como sugería— ostenta un significado propio, autárquico, al margen de los demás exponentes de la Humanidad. [34]
Si quisiéramos ahondar en los cimientos de esa pujanza o sobre-excedencia entitativa, no habría otro remedio que volver a apelar a la espiritualidad del alma humana, y hacer una referencia explícita a la necesidad ontológica de que ésta «entre» en el universo mediante un acto formal de creación por parte del Absoluto. Esto significa que, con su alma, todo individuo humano —sin que haya nada presupuesto: ex nihilo— recibe el ser inmediatamente de Dios en el mismo instante en que sus padres lo engendran.
Esa presencia de un alma espiritual fundamenta la eminencia entitativa del ser humano; pero también, y es lo que ahora más de cerca nos interesa, su radicalísima y suprema singularidad.
Hoy día, la ciencia ha avanzado de tal modo, que resulta hacedero «comprobar» la originalidad absoluta del código genético de todos y cada uno de los integrantes de nuestra especie: su carácter radicalmente único, distinto, irreiterable. De eso saben todos ustedes muchísimo más que yo [35] .
Lo que la metafísica puede añadirles es que tales comprobaciones concuerdan y refuerzan las conclusiones filosóficas respecto a la constitución íntima del hombre. Y la filosofía puede, incluso, agregar algo más. En concreto, en el caso que nos ocupa, la continuidad del desarrollo que liga el momento de la concepción con el estado de plenitud en que el sujeto adulto ejerce acciones formalmente espirituales, permite al metafísico engarzar la índole «excepcional» de cada código genético con la novedad estrictísima del acto personal de ser: de ese acto de ser que, desde el instante mismo en que un individuo inédito es engendrado, asume a través del alma todas sus dimensiones corpóreas y las torna plenamente humanas y personales.
Pues bien, esa innovación radical de ser, producto de la creación divina, refrenda e incrementa hasta límites insospechados la singularidad biológica que descubre la ciencia. En el caso del hombre no nos encontramos sólo —como en el de los animales y demás seres vivos inferiores— ante la particularidad surgida de la combinación virgen y ciertamente novadora de elementos previamente existentes, aunque en un estado drásticamente distinto: sino ante la revolucionaria originalidad de lo que ha surgido de la nada y, en fin de cuentas, no remite a potencialidad alguna antecedente.
De esta suerte, a la singularidad individual fruto de la re-producción específica «se suma» la originalidad personal derivada de la creación del alma. Entre los hombres, la generación no es mera re-producción, sino, en el más cabal sentido de los vocablos, pro-creación. Si la reproducción asegura la pertenencia de cada individuo humano a la especie homo, la creación a ella aparejada, y en la que se engloba, fundamenta la elevación de cada una de esas personas respecto a las perfecciones meramente específicas.
¿Extrañará entonces que hoy, cuando espiritualidad del alma y acción formalmente creadora de Dios quedan relegadas al ámbito de las creencias infra-científicas, cuando no se les concede beligerancia alguna en las discusiones «serias» al respecto, se pierda también la prístina originalidad de la persona y el individuo humano venga tratado en términos de simple especie animal?
Mas bien al contrario: cuando las coordenadas interpretativas a que acabamos de aludir comiencen a desdibujarse, empezarán también a entenebrecerse y diluirse los perfiles ontológicos de la condición personal, con la «devaluación» entitativa que tal oscurecimiento lleva consigo.
Y en ésas estamos, ya desde hace algunos siglos. Desde esta perspectiva, sostenía Søren Kierkegaard: «Hegel, como el paganismo, en el fondo hace de los hombres un género animal dotado de razón. Porque en el género animal vale siempre el principio: el singular es inferior al género. El género humano, por el contrario, tiene la característica, precisamente porque cada Singular es creado a imagen de Dios, de que el Singular es más alto que el Género.» [36]
Y añadía unas palabras excepcionalmente relevantes para las actuales discusiones bioéticas: «Pensar en términos de especie tiene una cierta legitimidad cuando se trata de animales —donde el individuo está al servicio de la permanencia de la especie en el tiempo—, pero no la tiene ya cuando hay espíritu, donde hay libertad, que es el reino del amor (…). En el ámbito animal, la especie es superior al individuo: mil pájaros son más que un pájaro. En el ámbito espiritual, el individuo es más que la especie: un hombre es más que mil hombres, y es más hombre porque es más persona, porque la “masa” despersonaliza.» [37]
Como es obvio, además de a la interpretación prioritariamente psicológica a que parece acudir Kierkegaard, y como fundamento y explicación de ella, cabe apelar a los principios de estricta ontología a que venimos aludiendo. Es tal y tanta la exquisita singularidad personal de los seres humanos que, en rigor, torna a cada uno de ellos radicalmente «heterogéneo» respecto a los restantes. No cabe una equiparación estricta entre personas.
De ahí que el numerarlas, el aludir a ellas en términos cuantitativos, implique reducirlas a mero exponente de la especie en la que en verdad se integran pero a la que de todo punto exceden. Supone, en fin de cuentas, y como sugería Kierkegaard, eliminar el espíritu y, con él, la libertad y el amor, que son los títulos de la sublime realeza del sujeto humano y los de su misma índole personal. Equivale a reducir a la persona a una condición infrahumana.
Y, entonces, por más que se acumulen «individuos» así degradados, jamás se alcanzará la valía de lo estrictamente personal: la que corresponde a cada hombre cuando cumple su sentido ontológico primigenio. Desde este punto de vista, un hombre —¡una persona!— es más que mil hombres, si a éstos se los concibe como meros exponentes de su especie.
Atendamos ahora a algunos de los problemas con que se enfrentala bioética. O, mejor, a ciertas «razones» con que se pretenden justificar prácticas sin duda aberrantes. Por ejemplo, el sacrificio continuo de seres humanos singulares y concretos, al poco tiempo de haber sido concebidos, parece quedar legitimado si se realiza en pro del bienestar de otros individuos, o incluso en aras de abstracciones como el Progreso, la Ciencia ola Humanidad. A esos mismos embriones o fetos se los califica, reductivamente, como material biológico. Y oímos argumentos del estilo: ¿por qué no va a ser lícito inmolar cien, doscientos, mil «productos» de la concepción, si con ello se asegura una mayor calidad de vida —en un futuro relativamente próximo y ya para el resto de la existencia de la Humanidad— a millares de millones de exponentes de su misma especie? ¿Acaso se trata de una «inversión» no rentable?
Pienso que huelgan los comentarios. ¿No es semejante apelación al número, a la utilidad y a la materia… prueba concluyente de que no se alcanza a advertir el sentido de la dignidad y suprema singularidad de las personas a quienes se alude? ¿No se están planteando los problemas en términos puramente específicos, de especie infrahumana, meramente animal?
Pero todavía hay un caso más revelador de este empobrecimiento del universo mental y operativo. El de los «subnormales». En efecto, si se razona en términos de especie, de número y de «repetición» de unas cualidades comunes o genéricas, si se reduce a la persona humana a la condición de simple «ejemplar» de una realidad abstracta, entonces ser un ejemplar «mejor», más «útil», más… «eficaz», se transforma en la única y exclusiva credencial de excelencia: igual que ocurría, como veíamos, con el perro de compañía o con el de caza. Por el contrario, y de una manera todavía más drásticamente acentuada, «no llegar» a encarnar los caracteres comunes de todo el género —ser un infradotado—, se torna ineludible e incomparable factor de devaluación: de una «depreciación» total, descalificadora.
Fíjense bien, porque la cuestión es determinante: si no valgo por mí mismo —como un absoluto—, y si aquello que me rindo
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