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Un combate de santidad
San León Magno nos recuerda que antes de someter al cuerpo, debemos someter al espíritu conforme la doctrina de Dios enseñada por la Santa Iglesia


Por: Homilía I en la Cuaresma de San León Magno (440-461) | Fuente: Cristiandad.org



Entramos, amadísimos, en la Cuaresma, es decir, en una fidelidad mayor al servicio del Señor. Viene a ser como si entrásemos en un combate de santidad. Por tanto, preparemos nuestras almas a las embestidas de las tentaciones, sabiendo que cuanto más celosos nos mostremos de nuestra salvación, más violentamente nos atacarán nuestros adversarios.

Pero el que habita en medio de nosotros es más fuerte que quien lucha contra nosotros. Nuestra fortaleza viene de Él, en cuyo poder hemos puesto nuestra confianza. El Señor permitió que le visitase el tentador, para que nosotros recibiésemos, además de la fuerza de su socorro, la enseñanza de su ejemplo.

Acabáis de oírlo: venció a su adversario con las palabras de la Ley, no con el vigor de su brazo. Sin duda, su Humanidad obtuvo más gloria y fue mayor el castigo del adversario, al triunfar del enemigo de los hombres como mortal, en vez de como Dios. Ha combatido para enseñarnos a pelear en pos de El. Ha vencido para que nosotros del mismo modo seamos también vencedores. Pues no hay, amadísimos, actos de virtud sin la experiencia de las tentaciones, ni fe sin prueba, ni combate sin enemigo, ni victoria sin batalla.

La vida transcurre en medio de emboscadas, en medio de sobresaltos. Si no queremos vernos sorprendidos, debemos vigilar. Si pretendemos vencer, hemos de luchar. Por eso dijo Salomón cuando era sabio: "hijo, si entras a servir al Señor, prepara tu alma para la tentación" (Sir 2, 1). Lleno de la ciencia de Dios, sabía que no hay fervor sin trabajos y combates. Y previendo los peligros, los advierte a fin de que estemos preparados para rechazar los ataques del tentador.

Instruidos por la enseñanza divina, amadísimos, entremos en el estadio escuchando lo que el Apóstol nos dice sobre esta pelea: "no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso" (Ef 6, 12). No nos hagamos ilusiones. Estos enemigos, que desean perdernos, entienden bien que contra ellos se encamina todo lo que intentamos en favor de nuestra salvación. Por eso, cada vez que deseamos algún bien, provocamos al adversario. Entre ellos y nosotros existe una oposición inveterada, fomentada por el diablo, porque, habiendo sido ellos despojados de los bienes que nos alcanza la gracia de Dios, nuestra justificación les tortura. Cuando nosotros nos levantamos, ellos se hunden. Cuando volvemos a reponer nuestras fuerzas, ellos pierden la suya. Nuestros remedios son sus llagas, pues la curación de nuestras heridas los lastima: "estad, pues, alerta, dice el Apóstol; ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la justicia, y calzados los pies, prontos para anunciar el Evangelio de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, conque podáis hacer inútiles los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salud y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios" (Ef 6, 14-17).

Mirad, amadísimos, con qué dardos tan poderosos, con qué defensas tan insuperables nos arma este jefe insigne por tantos triunfos, este maestro invencible de la milicia cristiana. Nos ha ceñido con el cinturón de la castidad, ha calzado nuestros pies con las sandalias de la paz. En efecto, un soldado que no tenga ceñidos los lomos es pronto derrotado por el instigador de la impureza, y el que carece de calzado es fácilmente mordido por la serpiente. Nos ha dado el escudo de la fe para proteger todo el cuerpo, ha colocado en nuestra cabeza el casco de la salvación, ha puesto en nuestras manos la espada, es decir, la palabra de verdad. Así, el héroe de las luchas del espíritu no sólo está resguardado de las heridas, sino que puede dañar también a quien le ataca.

Confiando en estas armas, entremos sin pereza y sin temor en la lucha que se nos propone, y, en este estadio en que se combate por el ayuno, no nos contentemos con abstenernos de la comida. De nada sirve que se debilite la fuerza del cuerpo si no se alimenta el vigor del alma. Mortifiquemos algo al hombre exterior, y restauremos al interior. Privemos a la carne de su alimento corporal, y adquiramos fuerzas en el alma con las delicias espirituales. Que todo cristiano se observe detenidamente y, con un severo examen, escudriñe el fondo de su corazón. Vea que no haya allí alguna discordia o se haya instalado alguna concupiscencia. Mediante la castidad arroje lejos la incontinencia, mediante la luz de la verdad disipe las tinieblas de la mentira. Desinfle el orgullo, apacigüe la ira, rompa los dardos nocivos, ponga un freno a la denigración de la lengua, cese en las venganzas y olvídese de las injurias; brevemente: "toda planta que no ha plantado mi Padre celestial será arrancada" (Mt 15, 13). Pues, cuando las simientes extrañas hayan sido arrancadas del campo de nuestro corazón, entonces serán alimentadas en nosotros las semillas de la virtud.

Acordándonos de nuestras debilidades, que nos han hecho caer fácilmente en toda clase de faltas, no descuidemos este remedio primordial y este medio tan eficaz en la curación de nuestras heridas: perdonemos, para que se nos perdone; concedamos la gracia que nosotros pedimos. No busquemos la venganza, ya que nosotros mismos suplicamos el perdón. No nos hagamos sordos a los gemidos de los pobres; otorguemos con diligente benignidad la misericordia a los indigentes, para que podamos encontrar también nosotros misericordia el día del juicio.

El que, ayudado por la gracia de Dios, tienda con todo su corazón a esta perfección, cumple fielmente el santo ayuno y, ajeno a la levadura de la antigua malicia, llegará a la bienaventurada Pascua con los ácimos de pureza y sinceridad (cfr. l Cor 5, 8). Participando de una vida nueva (cfr. Rm 6, 4), merecerá gustar la alegría en el misterio de la regeneración humana. Por Cristo nuestro Señor, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.




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