Del amor entre los dolientes
Por: Salvador I. Reding Vidaña | Fuente: Catholic.net

La muerte trágica, inesperada de un ser amado, un amigo cercano, un familiar de nuestros amigos… no puede dejar de ser causa de dolor, del dolor de no tenerlo entre nosotros. Es algo profundamente humano. Jesús, Dios mismo y hombre a la vez, lloró la muerte de su amigo Lázaro, y en su infinito poder, le devolvió la vida.
Los dolientes se reúnen a rezar por esa persona que nos dejó para siempre en términos de vida terrenal. Entre los miembros de la Iglesia de Cristo, se rezan rosarios en grupo, en familia, y se asiste a misas rogando por su eterno descanso. Pero en las intenciones de esos rezos y misas, están también las del consuelo, resignación (con la esperanza de la vida eterna), para quienes sobreviven.
Humanamente, no podemos dejar de dolernos de la muerte del ser querido, aunque sepamos que la vida eterna es mejor, mucho mejor que la terrenal, que quien se fue en paz interior a la Casa del Padre estará, sin duda, en la felicidad inigualable de la presencia del Señor.
Pero algo muy importante, en las reuniones de los dolientes, es precisamente la presencia de quien los quiere, los ama. Cuando se está en la cúspide del dolor de la tragedia, y cuando se recuerda en su aniversario, la presencia de los amigos, da a los dolientes más cercanos un maravilloso mensaje, algo que no tiene necesidad alguna de expresarse con palabras: “estoy contigo, estoy con ustedes”, y estoy aquí porque así es el amor humano inspirado por el Creador. ¡Qué importante es el calor humano de sentirse acompañado en esos momentos!
Sólo quienes han pasado por el dolor de perder de pronto a un ser amado, saben lo que significa ver a los amigos llegar a acompañarlos, darles un abrazo. Cuando un amigo llega a compartir con los dolientes, sabe bien por qué lo hace. Sabe que no tiene que decir nada; el solo estar allí, el hacer compañía es el mensaje de amor. Las palabras faltan y se tiene miedo de decir frases equivocadas.
No llegan a faltar personas en un velorio o en una reunión posterior, que se presentan “porque… hay que dejarse ver”, o causas semejantes, cuya presencia no significa nada, ni para Dios ni para los dolientes. Todos sabemos eso, y por eso se dificulta “dar un pésame”, porque muchas frases hechas se dicen sin sentido alguno: así se usa… y cuando el verdadero amigo va a llegar con los dolientes, pregunta a otros amigos: ¿qué les digo que no suena falso, convencional?
Nada, no se necesita decir nada, el hecho habla: ante tu dolor, estoy aquí porque nos amamos en Cristo, porque humanamente hay un verdadero afecto, ese que nos hace compartir alegrías y dolores, como es el caso. Saben ambos que acompañarse en los ruegos al Señor es porque se tiene plena conciencia del valor de la oración en común: “cuando dos o más de ustedes pidan algo al Padre en mi nombre…” Lo sabemos.
De esta forma, el amor, la verdadera caridad, se manifiesta entre los dolientes y sus amigos. Igualmente se conoce esta verdad, por parte de los dolientes, cuando amigos cercanos, pero en esos momentos físicamente lejos, les dicen: “no puedo estar allí, pero estoy con ustedes”, y se sabe que es absolutamente cierto; no puedo estar en persona pero estoy con ustedes, y agregan “rezo por su alma y por ustedes”.
Por este acto de amor, que parece quizá tan sencillo, tan trivial, de acompañar a los amigos en su dolor, es que se sabe que se cuenta con verdaderos amigos, y que ese mismo acto tiene entonces un gran valor, ante Dios y ante los hombres. Si para Jesús visitar a un enfermo tiene tanto valor, más aún lo tiene visitar al enfermo del dolor por perder a un ser querido.
“Estoy contigo, mi amigo, comparto tu dolor y tu tristeza, que en su medida son también míos. Te abrazo y quizá llore también contigo, o retenga mis lágrimas para después, para no ahondar el dolor que derrama las tuyas”. Esto es el amor entre los dolientes.


