Exigencias espirituales características en la vida de los presbíteros
Por: Decreto «Presbyterorum Ordinis» | Fuente: Concilio Vaticano II

Humildad y obediencia
15. Entre las virtudes principalmente requeridas en el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de alma por la que están siempre preparados a buscar, no su voluntad, sino la voluntad de quien los envió[118]. Porque la obra divina, para cuya realización los tomó el Espíritu Santo[119], trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría de los hombres, pues "Dios eligió los débiles del mundo para confundir a los fuertes" (1 Cor., 1, 27). Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, buscando lo que es grato a Dios[120], y como encadenado por el Espíritu[121], es llevado en todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en los quehaceres diarios, sirviendo humildemente a todos los que Dios le ha confiado, en el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples acontecimientos de su vida.
Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma Iglesia, no puede efectuarse más que en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge, pues, a los presbíteros que, actuando en esta comunión, consagren su voluntad propia por la obediencia al servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo con espíritu de fe y cumpliendo los preceptos y recomendaciones emanadas del Sumo Pontífice, del propio obispo y de otros superiores; gastándose y agotándose de buena gana[122] en cualquier servicio que se les haya confiado, por humilde y pobre que sea. De esta forma guardan y reafirman la necesaria unidad con sus hermanos en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó en rectores visibles de su Iglesia, y obran para la edificación del Cuerpo de Cristo, que crece "por todos los ligamentos que lo nutren"[123]. Esta obediencia, que conduce a la libertad más madura de los hijos de Dios, exige por su naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los presbíteros, en el cumplimiento de su cargo, investigan prudentemente nuevos caminos para el mayor bien de la Iglesia, propongan confiadamente sus proyectos y expongan instantemente las necesidades del rebaño a ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes desempeñan la función principal en el régimen de la Iglesia de Dios.
Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia responsable y voluntaria, se asemejan a Cristo, sintiendo en sí lo que en Cristo Jesús, que "se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo..., hecho obediente hasta la muerte" (Fil., 2, 7-9). Y con esta obediencia venció y reparó la desobediencia de Adán, como atestigua el apóstol: "Por la desobediencia de un hombre muchos fueron hechos pecadores; así también, por la obediencia de uno muchos serán hechos justos" (Rom., 5, 19).
Hay que abrazar el celibato y apreciarlo como una gracia
16. La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor[124], aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo[125]. No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva[126] y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico, este Santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente al rebaño que se les ha confiado[127].
Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión del sacerdote se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen "no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios" (Jn. 1, 13). Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos[128], se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso[129], se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los hombres que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta[130], y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único[131]. Se constituyen, además, en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres[132].
Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado. Este Santo Concilio aprueba y confirma esta legislación en cuanto se refiere a los que se destinan para el presbiterado, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, les será generosamente otorgado por el Padre, con tal que se lo pidan con humildad y constancia los que por el sacramento del Orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún, toda la Iglesia. Exhorta también este Sagrado Concilio a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan claramente ensalza el Señor[133], y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuando más imposible les parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanto mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance. No dejen de seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que la experiencia de la Iglesia aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual. Ruega, por tanto, este Sagrado Concilio, no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que aprecien cordialmente este precioso don del celibato sacerdotal, y que pidan todos a Dios que El conceda siempre abundantemente ese don a su Iglesia.
Posición respecto al mundo y los bienes terrenos, y pobreza voluntaria
17. Por la amigable y fraterna convivencia mutua y con los demás hombres, pueden aprender los presbíteros a cultivar los valores humanos y a apreciar los bienes creados como dones de Dios. Aunque viven en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que ellos no son del mundo, según la sentencia del Señor, nuestro Maestro[134]. Disfrutando, pues, del mundo como si no disfrutasen[135], llegarán a la libertad de los que, libres de toda preocupación desordenada, se hacen dóciles para oír la voz divina en la vida ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la discreción espiritual con que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes terrenos. Postura de gran importancia para los presbíteros, porque la misión de la Iglesia se desarrolla en medio del mundo, y porque los bienes creados son enteramente necesarios para el provecho personal del hombre. Agradezcan, pus, todo lo que el Padre celestial les concede para vivir convenientemente. Es necesario, con todo, que examinen a la luz de la fe todo lo que se les presenta, para usar de los bienes según la voluntad de Dios y dar de mano a todo cuanto obstaculiza su misión.
Pues los sacerdotes, ya que el Señor es su "porción y herencia" (núms. 18, 20), deben usar los bienes temporales tan sólo para los fines a los que pueden lícitamente destinarlos, según la doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia.
Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según su naturaleza, deben administrarlos los sacerdotes según las normas de las leyes eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto sea posible, de expertos seglares, y destinarlos siempre a aquellos fines para cuya consecución es lícito a la Iglesia poseer bienes temporales, esto es, para el mantenimiento del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para realizar las obras del sagrado apostolado o de la caridad, sobre todo con los necesitados[136]. En cuanto a los bienes que recaban con ocasión del ejercicio de algún oficio eclesiástico, salvo el derecho particular[137], los presbíteros, lo mismo que los obispos, aplíquenlos, en primer lugar, a su honesto sustento y a la satisfacción de las exigencias de su propio estado; y lo que sobre, sírvanse destinarlo para el bien de la Iglesia y para obras de caridad. No tengan, por consiguiente, el beneficio como una ganancia, ni empleen sus emolumentos para engrosar su propio caudal[138]. Por ello los sacerdotes, teniendo el corazón despegado de las riquezas[139], han de evitar siempre toda clase de ambición y abstenerse cuidadosamente de toda especie de comercio.
Más aún, siéntanse invitados a abrazar la pobreza voluntaria, para asemejarse más claramente a Cristo y estar más dispuestos para el ministerio sagrado. Porque Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que fuéramos ricos con su pobreza[140]. Y los apóstoles manifestaron, con su ejemplo, que el don gratuito de Dios hay que distribuirlo gratuitamente[141], sabiendo vivir en la abundancia y pasar necesidad[142]. Pero incluso una cierta comunidad de bienes, a semejanza de la que se alaba en la historia de la Iglesia primitiva[143], prepara muy bien el terreno para la caridad pastoral; y por esa forma de vida pueden los presbíteros practicar laudablemente el espíritu de pobreza que Cristo recomienda.
Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los pobres[144], los presbíteros, y lo mismo los obispos, mucho más que los restantes discípulos de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres, desterrando de sus cosas toda clase de vanidad. Dispongan su morada de forma que a nadie esté cerrada, y que nadie, incluso el más pobre, recele frecuentarla.
Notas
[118] Cf. Jn., 4, 34; 5, 30; 6, 38.
[119] Cf. Act., 135, 2.
[120] Cf. Ef., 5, 10.
[121] Act., 20, 22.
[122] Cf. 2 Cor., 12, 15.
[123] Cf. Ef., 4, 11-16.
[124] Cf. Mt., 19, 12.
[125] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 42: AAS 57 91965), pp. 47-49.
[126] Cf. 1 Tim., 3, 2-5; Tit., 1, 6.
[127] Cf. Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdocii, del 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936), p. 28.
[128] Cf. Mt., 19, 12.
[129] Cf. 1 Cor., 7, 32-34.
[130] Cf. 2 Cor., 11, 2.
[131] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, nn. 42 y 44: AAS 57 (1965), pp. 47-49 y 50-51; Decreto De accommodata renovatione vitae religiosae, n. 12.
[132] Cf. Lc., 20, 35-36; Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdotii, l. c., pp. 24-28; Pío XII, Encícl. Sacra Virginitas, del 25 de marzo de 1954: AAS 46 (1954), pp. 169-172.
[133] Cf. Mt., 19, 11.
[134] Cf. Jn., 17, 14-16.
[135] Cf. 1 Cor., 7, 31.
[136] Conc. Antioch., can. 25, Mansi, 1328; Decretum Gratiani, c. 23, C. 12, q. 1.
[137] Esto se entiende sobre todo de los derechos y costumbres vigentes en las Iglesias orientales.
[138] Conc. Paris., a. 829, can. 15: M. G. H., Sect. III, Concilia, t. 2, pars 6, 622; Conc. Trident., Sess. XXV, De reform., cap. I.
[139] Cf. Ps., 62, 11, Vg., 61.
[140] Cf. 2 Cor., 8, 9.
[141] Cf. Act., 8, 18-25.
[142] Cf. Fil., 4, 12.
[143] Cf. Act., 2, 42-47.
[144] Cf. Lc., 4, 18.


