Llamados a estar con Él (2a parte)
Por: P. Caesar Atuire | Fuente: Catholic.net

Como sacerdotes somos objetos de predilección por parte de Dios. En las Letanías de los Santos, recitadas mientras los candidatos a la ordenación yacen postrados con la cabeza hacia el altar, por lo general invocamos al Señor para que los bendiga y repetimos tres veces:
Ut hos electos benedicere digneris.
Ut hos electos benedicere et sanctificare digneris.
Ut hos electos benedicere et sanctificare et consecrare digneris.
A veces admitir que Dios nos ama de manera especial puede ser embarazoso para los sacerdotes; suena a falsa superioridad espiritual. Nos puede ayudar, al respecto, una reflexión del Cardenal Jaime Sin de Manila. Cuando era niño, se dio cuenta de que su madre le tenía un cariño especial. Una noche, mientras su madre le remetía las sábanas, él le preguntó por qué parecía que le quería más que a los demás hijos. Su respuesta fue breve y directa: "Porque eres el menos atractivo de mis hijos". El decir que los sacerdotes son la porción más amada del corazón de Jesucristo, no desmerece otras vocaciones cristianas.
Una gran parte de la vida ascética cristiana consiste en permanecer y crecer en el amor de Cristo, y esto es un ejercicio. "Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo" (Juan 15,15).
Las diversas escuelas de espiritualidad y los ejercicios de piedad deberían llevarnos a este objetivo: ordenar nuestra vida según el amor de Jesucristo. No es una tarea fácil. Bastante a menudo, debido al pecado y a la concupiscencia, nuestros pensamientos, palabras y acciones tienen como efecto alejarnos de la fuente del amor. Y es en este contexto donde me gustaría echar una mirada nueva a nuestra vida de oración y, en particular, a la oración mental. Es posible describir la oración como una escuela de amor. En esta escuela, el Espíritu Santo nos modela gradualmente en iconos vivos del Hijo para mayor gloria del Padre. Y al pasar año tras año por esta escuela, nos hacemos cada vez más como Cristo, nos hacemos más homo Dei, hombres de Dios.
Un homo Dei es mucho más que un hombre que reza: es un hombre que está en constante contacto con la santidad de Dios. En su autobiografía Don y Misterio, el Papa Juan Pablo II describe esta verdad cuando dice: "En el sacerdocio es como si un hombre fuera elevado a la esfera de esta santidad; de alguna manera alcanza las alturas a las que fue elevado un día el profeta Isaías. Y en la Liturgia Eucarística resuenan justamente las palabras del profeta: Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis. Al mismo tiempo, el sacerdote experimenta cada día y continuamente la irrupción de la santidad de Dios sobre el hombre: Benedictus qui venit in nomine Domini. (...) He escrito en una ocasión: "la oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración". Sí, el sacerdote debe ser ante todo hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque, además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico"(Don y Misterio, BAC, Madrid, pág. 103, 1996.
La imagen del sacerdote es la de un hombre cuyo estilo de vida está permeado de la presencia de Dios. En este nivel, nos encontramos lejos de los debates sobre la identidad sacerdotal que tiende a oponer el "modelo litúrgico" del sacerdocio al "modelo pastoral". Pero sobre todo es importante recordar que el sacerdote es el que "viene en el nombre del Señor", porque ha sido elevado a la esfera de la santidad de Dios. Al igual que el apóstol Juan, da testimonio de lo que ha oído, ha visto con sus propios ojos, ha mirado y tocado con sus manos, el Verbo dador de vida (cf. 1 Jn 1,1-2). No podemos pasar por alto el valor de la oración mental en todo esto. En general, este tipo de oración responde a la naturaleza misma de la revelación cristiana. Dios eligió manifestarse de una manera que requiere esfuerzo de nuestra parte para abarcar y ordenar nuestra vida. Romano Guardini nos recuerda que: "En la oración contemplativa, el creyente trata de visualizar el mensaje santo, trata de entender lo que encierra, trata de penetrar en su foro interior, trata de aceptar su modelo y de acostumbrarse a su orden. Es así como cambiamos nuestra manera de ver, pensar y juzgar, transformando nuestra intención sin la cual no se puede dar una verdadera conversión". (El arte de orar, Sophia Institute Press, Manchester, New Hampshire, 1994, p.113). La automanifestación de Dios, que llamamos "revelación" nos pide una respuesta de fe. Esta respuesta exige una conversión interior y exterior. Exige que nos alejemos del pecado, que toca al ser humano en su totalidad. La oración mental, cuando la hacemos bien, nos ayuda a conseguir la transformación de nuestras mentes y de nuestros corazones, necesaria para ordenar nuestra existencia diaria. La oración no es sencillamente una contemplación de las verdades divinas de una manera académica; significa entrar en una relación personal con estas verdades, o mejor aún, con la Verdad, con todo nuestro ser, para que esto mueva nuestra voluntad y nuestra vida se transforme. Ya que este artículo tiene un objetivo práctico, vamos ahora a echar una mirada a las imágenes bíblicas de la oración con el fin de ver las lecciones que podemos sacar para nuestro ejercicio diario en la oración mental o meditación. En la Biblia encontramos tres imágenes principales: el desierto (Lc 4,1), la nube (Éx 33,9-10), y la montaña (Éx 19,3 y Mc 9,2).
El desierto
En el libro del Éxodo leemos la historia del pueblo de Dios liberado de la esclavitud en Egipto para entrar en una alianza con Yahvéh. Sabemos por los exégetas que el motivo del Éxodo no era tanto la miseria material de los Hebreos (que parece empeorar después de la salida de Egipto), sino su sometimiento a un dios extranjero en la persona del Faraón. Esto no agradaba a Dios. Yahvéh salvó a su pueblo de esta idolatría para establecer la alianza en el Sinaí. Pero el pueblo tenía que salir hacia el desierto, morar en el desierto antes de este importante encuentro en el Monte Sinaí. Tras el Bautismo en el Jordán y antes del comienzo de su misión pública, nuestro Señor pasó cuarenta días en el desierto en ayuno y oraciones.
La imagen del desierto nos recuerda algunas de las condiciones fundamentales para una oración mental profunda: la concentración o el recogimiento.
El desierto es un lugar solitario, austero y silencioso. Hay pocas distracciones. Esto favorece una actitud de atención hacia Dios. Cuando entramos en la oración deberíamos realmente tratar de crear estas condiciones. Recogimiento significa estar totalmente presente ante el Señor, significa dar toda nuestra atención a nuestro Señor en la oración. Esto requiere silencio, interior y exterior.
Estas condiciones no son muy fáciles de crear, y además sólo se pueden conseguir a través de un ejercicio continuo, constante. En la vida del sacerdote, las distracciones externas en la oración pueden ser numerosas: desde el teléfono (portátil inclusive) el timbre de la puerta... Estas distracciones pueden reducirse escogiendo el mejor lugar y tiempo para la oración.
Más difíciles de afrontar son las distracciones que nos vienen desde dentro, de nuestros sentidos internos. La memoria nos recuerda constantemente cosas que debemos hacer, gente a la que llamar, charlas que hay que dar, reuniones y celebraciones que atender y mucho más. Y estas distracciones son más agresivas aún si tendemos a ser hiperactivos y desorganizados. ¿Qué hacer? Ciertamente una vida más ordenada ayudará, y lo mismo un acto renovado de fe en el momento mismo de la oración. Más tarde habrá tiempo para esas cosas. En el momento, lo mejor que podemos hacer es poner lo mejor que tenemos en la oración. Los Escolásticos dirían: age quod agis. Si tenemos unos pensamientos importantes, puede merecer la pena anotarlos, con el propósito de volver a ellos después de la oración.
Nuestros sentimientos juegan un papel importante en la oración; tienden a colorear las cosas que vivimos. Hay veces en que pueden ayudarnos mucho, fácilmente encontramos sentimientos de amor, agradecimiento y devoción tras haber meditado sobre cualquier aspecto de nuestra fe. Otras veces los sentimientos constituyen un verdadero obstáculo. Hay dos consejos que nos pueden ayudar. En primer lugar deberíamos adquirir la capacidad de detectar nuestros propios sentimientos y sus efectos. Esto nos da la capacidad de mirar sus consecuencias futuras: hasta podemos integrarlos en nuestra oración. Al hablar con el Señor, podemos decirle cómo va el día. En segundo lugar debemos mantener nuestras convicciones de fe y de oración a un nivel más profundo que el de los sentimientos. Sin menospreciar el papel que tienen, deberíamos recordar que no ofrecen una roca suficientemente sólida para edificar una vida espiritual (Para saber más sobre este punto véase: Toma la vida en tus manos, Ediciones Mensaje, 1996).
Quedarse de pie, arrodillarse, andar despacio, sentarse o postrarse son posturas todas ellas usadas en la tradición cristiana. Lo importante es estar en una actitud y en una postura de reverencia y atención, estar enteramente presentes ante el Señor, dispuestos y disponibles para escucharle, para hablar con Él. Las imágenes de la nube y de la montaña nos proporcionan unas ayudas útiles al respecto; las trataremos en nuestro siguiente artículo sobre el llamado especial del sacerdote a la oración.
El P. Caesar Atuire, L.C., es Director del Centro Pastoral Logos, en Roma.


