Misión del sacerdote hasta el martirio (1a. parte)
Por: Arzobispo Tadeusz Kondrusiewicz | Fuente: Administrador Apostólico de la Rusia Europea

Yo nací en 1946, cerca de la ciudad de Grodno, en Bielorrusia, en el seno de una familia católica. Nuestro poblado era católico, si bien en la localidad más cercana la mitad de la población estaba compuesta por los hermanos ortodoxos. Esta situación, por una parte, ayudaba a crecer en un clima católico y, por otra, daba la posibilidad de conocer bien a algunos cristianos de otra confesión.
Evidentemente, Dios ya entonces me estaba preparando para la difícil y delicada misión de obispo católico en un país ortodoxo. Debo reconocer que no tengo ningún prejuicio con respecto a las demás confesiones cristianas; para mí son hermanos en Cristo, único Salvador (cf. Hb 13, 8). Las omnipresentes persecuciones contra la religión no se ahorraban para nuestra parroquia. Tras la muerte de nuestro párroco, durante seis años estuvimos sin sacerdote. Para nosotros era una verdadera tragedia: carecíamos del constante consuelo espiritual; se celebraba misa pocas veces al año y no siempre era posible confesarse y tomar la comunión.
Por otra parte, nuestras familias eran verdaderas iglesias domésticas. Los padres y los abuelos trataban con todas sus fuerzas de enseñar a los jóvenes las oraciones y las verdades de la fe. Iban a la iglesia con sus hijos, donde no había misa, pero los más ancianos guiaban las celebraciones. La mayoría de las veces se leía el Evangelio, se rezaba el Rosario y el vía crucis y se cantaban cantos religiosos. No recuerdo que haya transcurrido una sola noche sin que los hijos, junto a sus padres, se arrodillaran para leer las oraciones de la noche, después de las cuales tenía lugar la catequesis de los muchachos. De este modo, si bien faltaba el sacerdote, la relación con la Iglesia se mantenía y la generación de los más ancianos transmitía a los más jóvenes, por su cuenta y riesgo con la capacidad que tenía, la verdad de la fe.
La propaganda atea iba adelante y los ataques contra la Iglesia continuaban. Con el tiempo a los menores de 16 años se les prohibió asistir a las celebraciones sin los padres y los padrinos, y en las escuelas superiores se introdujo el estudio obligatorio del llamado "ateísmo científico". Ni siquiera se podía hablar de enseñanza oficial de la religión a los jóvenes; a los cuales se les prohibía incluso ser monaguillos. Los pocos sacerdotes que todavía vivían, corriendo el riesgo de que se les prohibiera realizar las actividades religiosas, hacían todo lo posible para sostener e incluso reforzar la fe. Cuando nos mandaron un sacerdote que había cumplido una pena de diez años en Siberia, a pesar de todas las prohibiciones de las autoridades religiosas, se preocupó especialmente por la juventud. Íbamos a verlo a su casa entrando por un ingreso secundario, para que ninguno de nuestros profesores nos viera.
Nuestras familias eran verdaderas iglesias domésticas. La asistencia regular a las celebraciones y la relación con el sacerdote un día me costaron una punición por parte de la maestra de la escuela, que me tomó por una oreja y me condujo al cuadro de honor, donde estaban pegadas las fotografías de los estudiantes mejores y ejemplares y arrancó la mía acusándome de organizar la asistencia de grupos de alumnos a las celebraciones. Me sentí muy mal y muy humillado pero, al mismo tiempo, mis padres me animaron, diciéndome que, por Cristo y por la Iglesia, vale la pena soportar estas pruebas. Una vez terminada la escuela, me inscribí en el Instituto de pedagogía de Grodno, en la facultad de matemática y física. Sin embargo, me vi obligado a abandonarla después de un año de estudios, porque me habían atribuido otro "delito": ¿cómo puede un estudiante que asiste regularmente a las celebraciones convertirse en un profesor y educador de la juventud comunista?
De aquí se deducía que un creyente era considerado un ciudadano de segunda categoría, no deseado por la sociedad. Después de este episodio comencé a trabajar como obrero durante un año y en 1964 me inscribí en el Instituto politécnico de Leningrado. En una ciudad tan grande la situación era algo diferente, incluso en aquellos tiempos había señales de cierto pluralismo.
Además de esto, la ciudad a orillas del Neva conservó siempre sus propias tradiciones religiosas que, incluso en épocas de persecución, eran respetadas de alguna manera. También hay que reconocer que incluso en una sociedad totalitaria como ésa algunas personas eran respetuosas de los derechos de los demás. Al menos nadie me reprochaba oficialmente porque participaba en las celebraciones. Conocía muchos estudiantes que eran creyentes y también había profesores del instituto y otras personas bien dispuestas en este sentido.
Nunca olvidaré un episodio, que sucedió en el momento de la presentación de los documentos en el Politécnico. En el bolsillo donde tenía los documentos había una pequeña cruz y una medalla de la Virgen. Cuando la encargada tomó los documentos y los abrió, después de haberme mirado atentamente me pidió que le diera la mano, en la que depositó la cruz y la medallita que tenía en su puño y me dijo: "Tenga, no se lo muestre a nadie". Sólo más tarde me di cuenta de que mi destino estaba en sus manos, y que se había demostrado simplemente humana, respetuosa de las opiniones de los demás y del derecho a la libertad de conciencia. Si hubiera mostrado públicamente la cruz y la medalla que se habían quedado entre mis documentos, o hubiera hablado a la dirección del Instituto, ciertamente no me habrían permitido estudiar.
Una vez tuve que dar un examen el día de Navidad, pues en la Unión Soviética no se observaban las festividades religiosas. Estaba esperando mi turno, sabiendo que habría podido asistir a la misa vespertina. Improvisamente el profesor me llamó para dar el examen, y ante mi objeción de que todavía no era mi turno, me respondió: haz el examen, que tienes poco tiempo. Dado que era Navidad, significaba que el profesor sabía que yo era un creyente. Un creyente era considerado un ciudadano de segunda categoría, no deseado por la sociedad.
En Leningrado una de las dos iglesias católicas todavía estaba abierta en Rusia, y era verdaderamente una gran alegría y una gracia: lejos de la casa materna, prácticamente entre extraños, tenía la posibilidad de participar en las funciones, confesarme y comulgar. Hoy agradezco a Dios haber conservado la fe, gracias a esa iglesia y a los sacerdotes que trabajaban allí, incluso cuando esto implicaba temer las consecuencias. Jamás olvidaré ese domingo en que llegando a la iglesia oí que habían arrestado a uno de los dos sacerdotes de la parroquia. Todos se preguntaban: "¿Qué pasará mañana?, ¿quién celebrará la misa?, ¿quién confesará?, ¿quién bautizará y celebrará los matrimonios?". Éstos y otros episodios semejantes me ayudaron a ser más fuerte y templado en la fe. Sabía que a pesar de toda la propaganda y los riesgos debía permanecer "fiel a las promesas bautismales" y a las tradiciones que llevaba conmigo desde la casa materna. De esto estoy agradecido a mis padres, a los amigos y a los sacerdotes, sobre todo a un sacerdote de Bielorrusia, con quien transcurría mis vacaciones.
Después de haber terminado mis estudios en el Instituto me mandaron a Vilna, en Lituania. Estoy eternamente agradecido a la divina Providencia por esto. Si bien en la Unión Soviética la religión era duramente perseguida en todas partes, la situación de la Iglesia Católica en Lituania era mucho mejor. Había más de seiscientas iglesias y casi setecientos sacerdotes. También estaba abierto el seminario de Kaunas. En Lituania vi por primera vez en mi vida un obispo, y en algunas iglesias diversos sacerdotes, lo que era imposible en Bielorrusia y, por supuesto, en Rusia.
Toda mi vida desee servir a los hombres y a Dios, y hubiera podido hacerlo muy bien como una persona honrada, siendo un buen ingeniero. Ante mí se abría una cautivante perspectiva de carrera de ingeniero y científico; y sin embargo, en medio de las angustias y las preocupaciones de todos los días Dios me hablaba de la vocación al sacerdocio a través de los signos más diversos.
Mi padre y los sacerdotes que conocía me invitaban continuamente a pensar en el sacerdocio. En aquel tiempo el número de sacerdotes en Bielorrusia había disminuido de modo catastrófico. Una vez más en Grodno nos quedamos sin la misa dominical porque el sacerdote, que poco después murió, estaba gravemente enfermo. Tras haber rezado salí de la iglesia y vi a un amigo que me dijo: "Aquí las cosas van mal, tienes que hacer algo. En Lituania hay más posibilidades, está el seminario y tú podrías ser sacerdote". Mi madre tuvo un papel importante y decisivo en la decisión de hacerme sacerdote. Una vez por error tomé su librito de oraciones, donde encontré una pequeña imagen con la oración de las madres por la vocación al sacerdocio de sus hijos. Y comprendí que mi mamá, que jamás había pronunciado una palabra acerca del deseo de que su hijo se hiciera sacerdote, al mismo tiempo rezaba por esta intención. Y, como el tiempo lo demostró, su oración fue escuchada.
Mi madre tuvo un papel importante y decisivo en la decisión de hacerme sacerdote.
Todos estos signos me impulsaban a rezar cada vez más, para conocer mejor la voluntad de Dios. Mi lugar preferido para la oración era la capilla de la Mater Misericordiae de Ostra Brama en Vilna y la iglesia adyacente de santa Teresa de Ávila. Y así sucedió que durante las solemnes celebraciones de la Virgen de la Misericordia, en el otoño de 1975, precisamente allí, durante la Misa, me decidí a ser sacerdote. Por una parte continuaban las persecuciones contra la Iglesia, y algunos sacerdotes lituanos procedían de los campos de concentración, pero, por otra, comenzaban a entreverse los primeros signos de un deshielo político.
Precisamente en 1976 por primera vez las autoridades permitieron aceptar en el seminario a un número mayor de seminaristas con respecto a los años anteriores, si bien seguía en vigor el numerus clausus que limitaba, por otra parte, la cuota permitida de ingresos en el seminario.
Estaré siempre agradecido a la Iglesia católica lituana por haber haberme dado la posibilidad única en aquellos tiempos, de prepararme al sacerdocio y realizar mi vocación. El trabajo en Lituania fue una óptima experiencia no sólo de actividad pastoral en un ambiente multiétnico, sino también una buena posibilidad de conocer la situación de la Iglesia en toda la Unión Soviética. Los católicos llegaban a Vilna de todas partes; era doloroso escuchar y observar a personas que para confesarse, casarse y bautizar a sus hijos debían recorrer miles de kilómetros. Una vez, durante las celebraciones marianas, cuando en Ostra Brama se reunían muchos sacerdotes y seminaristas, entraron en la sacristía tres ancianitas y permanecieron de pie y en silencio... Continúa en la segunda parte...
Mons. Tadeusz Kondrusiewicz es Administrador Apostólico de la Rusia europea.


