Menu


Misión del sacerdote en el sufrimiento. 2a. Parte
Testimonio de Mons. Tadeusz Kondrusiewicz hablando de lo que es ser sacerdote en Bielorrusia


Por: Arzobispo Tadeusz Kondrusiewicz | Fuente: Administrador Apostólico de la Rusia Europea




Una vez, durante las celebraciones marianas, cuando en Ostra Brama se reunían muchos sacerdotes y seminaristas, entraron en la sacristía tres ancianitas y permanecieron de pie y en silencio. El hecho llamó la atención, y yo les pregunté qué deseaban. Ellas permanecieron en silencio. Se lo pregunté por segunda vez, pero no me respondían. Sólo a la tercera vez una de ellas, con lágrimas en los ojos me dijo: "Venimos de Rusia, de Los Urales. Todavía nos acordamos de la iglesia abierta y del sacerdote, pero nuestros hijos jamás asistieron a la iglesia ni vieron a un sacerdote. Nosotras mismas los bautizamos. Aquí hay muchos sacerdotes y seminaristas, lo que nos llena de gozo; permítanos quedarnos un momento en la sacristía para hablar con estos sacerdotes, porque de donde venimos, esta posibilidad no existe".

¡Era difícil escuchar a estas mujeres -que habían venido de Los Urales, a tres mil kilómetros de distancia, para participar en las funciones, confesarse y entrevistarse con el sacerdote- sin sentirse turbado! En 1988, durante la perestrojka las autoridades bielorrusas me permitieron trabajar en Grodno. Después de haber recibido la autorización, me convertí en párroco de dos grandes parroquias de Grodno. Una de ellas carecía de sacerdote desde hacía veintiocho años. Cabe destacar que cuando habían tratado de cerrar la iglesia, las autoridades habían encontrado en el suelo una gran cruz formada por cuerpos humanos, después de lo cual no se atrevieron a hacer nada. De este modo los creyentes defendieron heroicamente su propia iglesia, preservándola de la destrucción.

Durante veintiocho años ellos mismos se habían reunido para rezar, pagaron los impuestos e hicieron las reparaciones necesarias con la única finalidad de conservar la iglesia. Cuando pidieron a las autoridades que dieran el permiso para que llegara un sacerdote, recibieron un rotundo rechazo, y el encargado para los asuntos religiosos una vez les dijo que antes de que llegara un sacerdote para asistirlos era más fácil que le crecieran los pelos sobre la palma de su mano. Pero Dios tenía otros designios y hoy esa iglesia es la Catedral de la nueva diócesis de Grodno, y ahí no hay sólo un sacerdote, sino también el obispo.

Cumplir con las obligaciones sacerdotales en Bielorrusia, donde trabajaban menos de cincuenta sacerdotes para un millón y medio de creyentes -dado que quedaban unas pocas iglesias abiertas y estaba prohibido hacer catequesis para niños- fue mucho más difícil que en Lituania. Los sacerdotes podían trabajar y celebrar la misa sólo en las parroquias, donde las autoridades lo permitían. A los sacerdotes ordenados clandestinamente no se les permitía celebrar; trabajaban como obreros en las fábricas y cumplían su propio servicio sacerdotal de modo clandestino. Sin embargo, las transformaciones políticas que habían comenzado en toda Europa también se hicieron sentir en la Unión Soviética y esto se reflejaba en la situación religiosa de Bielorrusia, donde en 1989 fui nombrado obispo, el primero después de sesenta y nueve años. Cuando me preguntaron por dónde iba a comenzar, respondí que había que hacerlo desde los cimientos del nuevo edificio espiritual. Las autoridades querÍan demostrar que el Señor del mundo no era Cristo resucitado, sino ellos mismos.

Logré obtener el permiso de ingreso en Bielorrusia para cincuenta sacerdotes polacos, dando inicio a la venida de sacerdotes y religiosos extranjeros primero en la Unión Soviética y después en los nuevos estados que se iban formando tras su disgregación.

El servicio episcopal en Bielorrusia me ayudó a conocer aun más profundamente el testimonio de fe de la gente que había padecido tantas privaciones y persecuciones, como también su inmenso amor a la Iglesia, que se expresaba en la defensa de las iglesias de su clausura y de la destrucción y en la lucha por su devolución.

Cuando en Mink las autoridades no aceptaron devolver la iglesia de los santos Elena y Simeón, los creyentes se pusieron a rezar el rosario en la calle durante algunos meses, y una mujer anciana junto con un joven comenzaron una huelga de hambre.

Yo tuve la posibilidad de conocer también a los sacerdotes que habían servido heroicamente a la Iglesia, que habían transcurrido diez o más años en el exilio y que también a su regreso habían permanecido fieles a su servicio, a pesar de tantas prohibiciones y la abierta persecución. Por ejemplo, el cardenal Kazimir Swiatek, poco después de su ordenación, en 1939, fue condenado a muerte, y durante dos meses estuvo encerrado en la celda de los destinados a la pena capital. Fue arrestado la segunda vez en 1944 y fue enviado durante diez años al campo de trabajo de la región de Vorkuta, donde trabajó en las minas.

Nada detenía a las autoridades a la hora de perseguir a la Iglesia. Estaban dispuestas a encarcelar a cualquier sacerdote. Una vez fueron a buscar a un sacerdote precisamente con estas intenciones y preguntaron con el ceño fruncido a los vecinos de su casa dónde estaba. Alguien les respondió: "En la habitación de al lado".
Entraron en la habitación y lo encontraron muerto.

La gente tenía un fortísimo deseo de contar con un sacerdote propio y estaban dispuestos a todo para resolver este problema. Con frecuencia se convertían en héroes en la defensa del sacerdote, cuando las autoridades negaban su registro. Aquí se manifestaba de manera clara la unidad del pueblo de Dios, entre sacerdotes y simples creyentes, para el bien de la Iglesia.

En 1991 la Santa Sede restableció el orden de las estructuras de la Iglesia católica en Rusia, y a mí me trasladaron a Moscú como administrador apostólico para los católicos de rito latino de la Rusia europea. En el vasto territorio de la actual Rusia europea, que cuenta con cuatro millones de kilómetros cuadrados, semejantes al cuarenta por ciento del territorio de toda Europa, antes de la revolución de 1917 había dos cátedras episcopales en San Petersburgo y en Saratov, con seminarios propios y la Academia teológica en la capital. Doscientos cincuenta sacerdotes servían a un pueblo de quinientos mil fieles en ciento cincuenta parroquias. Allí había catorce institutos religiosos femeninos y siete masculinos.

Después de la revolución, la Iglesia prácticamente había quedado destruida. En los años treinta se había anunciado el "plan quinquenal del ateísmo", con la finalidad de borrar a la Iglesia de la faz de la tierra. Las iglesias se cerraron y los monasterios y seminarios fueron destruyéndolos o transformándolos en fábricas, cines y salas de concierto.

En 1939 en la Unión Soviética prácticamente no había ningún sacerdote católico

El primer proceso de grupo al clero católico se celebró del 21 al 25 de marzo de 1923, cuando fueron condenados catorce sacerdotes de San Petersburgo junto al arzobispo Jan Cieplak. El arzobispo y el párroco de la iglesia de Santa Catalina, monseñor Konstantin Budkiewics, fueron condenados a muerte. Después se le conmutó la pena al arzobispo a cambio de diez años de detención, todo esto gracias a las protestas de la opinión pública mundial. Monseñor Budkiewics fue fusilado en el subterráneo de la Lubianka, la noche de Pascua de 1923. Pienso que la fecha no fue elegida casualmente. Evidentemente las autoridades querían demostrar que el Señor del mundo no era Cristo Resucitado, sino ellos mismos.

Solamente quedaron abiertas dos iglesias en Moscú y Leningrado. Miles y miles de fieles y casi todos los sacerdotes y religiosos fueron mandados a lugares de exilio, deportados a las estepas de Kazajistán o a Siberia, donde morían de hambre, de frío, de excesivo trabajo, enfermedades y pruebas de todo tipo. Así escribió Aleksandr Jakovlev, ex miembro del Poliburó del Partido comunista soviético, quien después fue presidente de la comisión estatal para la rehabilitación de las víctimas del terror político: "Los sacerdotes y los religiosos eran crucificados en las puertas de las iglesias, fusilados, sofocados y en invierno eran sometidos a duchas de agua helada hasta que se convertían en trozos de hielo". Casi doscientos mil clérigos de la Iglesia ortodoxa rusa fueron ajusticiados y trescientos mil enviados a los campos. Entre los años 1918 y 1939 fueron ajusticiados ciento treinta obispos ortodoxos (cf. Niedziela, Tygodnik katolicku, 1999, p. 19).

En la Unión Soviética, en el período que corresponde a los años 1918-1939, según datos incompletos sufrieron la represión cuatrocientos setenta y cinco sacerdotes católicos, de los cuales doscientos trece fueron condenados a la pena de muerte (ciento cuarenta y dos fueron ajusticiados, la suerte de los demás se desconoce). Entre los reprimidos también estaba el arzobispo Eduard Von Ropp y el obispo Boleslav Sloskans (cf. Roman Dzwonkowski SAC, Losy duchowienstwa katolickiego w ZSSR 1917-1939. Martirologium, Lublín 1998, pp. 105-106). De este modo en 1939 en la Unión Soviética prácticamente no había ningún sacerdote católico. El Santo Padre Juan Pablo II en su libro autobiográfico "Don y misterio" escribe que en el martirologio debe dedicarse una memoria particular a los sacerdotes que acabaron en los campos de Siberia y en los demás territorios de la Unión Soviética (cf. Dar i tajemnica, Krakow 1996, p. 38).

Al visitar las parroquias y las comunidades católicas esparcidas en ese enorme territorio, a uno le llama la atención ver cómo la gente ha podido soportar sufrimientos tan inhumanos, cómo supo resistir y conservar la fe, cómo amó y defendió a sus propios sacerdotes, cómo los sacerdotes cumplieron heroicamente su propio deber y cuán indispensables son a los hombres. Sólo después de la muerte del párroco de Karatanda en Kazajistán en 1983 la gente supo que su amado padre Aleksandr Chira, que había vuelto de la frontera en 1956, era obispo católico de rito oriental.

En 1996 por primera vez fui a Perni, donde se nos había devuelto la iglesia después de sesenta años. La ciudad de Perni se encuentra en Los Urales, y era una localidad de campos de concentración. Aún en los años ochenta estaba detenido allí un sacerdote lituano, Sigitas Tamkjavicius, hoy obispo metropolitano de Kaunas. Después de la Santa Misa los fieles me invitaron a visitar el cementerio. Me llevaron ante la tumba del primer sacerdote que había trabajado en esa ciudad, muerto en el siglo XIX. La gente me decía: "durante sesenta años hemos permanecido sin iglesia y sin sacerdote, pero estaba esta tumba; y durante las fiestas veníamos aquí y rezábamos sobre esta tumba, incluso confesábamos nuestros pecados.

Ninguno de nosotros ha conocido al sacerdote que aquí está sepultado, de él sólo sabemos lo que nos han contado nuestros mayores; y sin embargo durante estos sesenta años él, de modo invisible, ha estado presente entre nosotros, como si hubiera salido de la tierra para enseñarnos a ser fieles a la vocación cristiana. Gracias a esta tumba hemos conservado la fe, que ahora renace y se refuerza".

Las palabras de Cristo dirigidas al apóstol Pedro: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16, 18), junto a una profecía de Fátima sobre la conversión de Rusia daban esperanzas para un cambio de situación. Como Cristo resucitó al tercer día, del mismo modo Rusia renace después de tres generaciones de persecución.

En 1991 en el territorio de la Rusia europea había seis parroquias, dos iglesias, dos capillas y tres sacerdotes. Actualmente los sacerdotes son ciento dieciocho y sirven a trescientos mil fieles en ciento dieciséis parroquias. Menos ocho la mayoría son extranjeros, procedentes de dieciséis países diferentes. También hay ciento treinta y siete religiosas, de las cuales ciento ventisiete extranjeras procedentes de diecisiete países. La profecía de Fátima sobre la conversión de Rusia daba esperanza para un cambio de situación.

A pesar de las dificultades en las relaciones con el Estado y con la Iglesia ortodoxa, hemos podido hacer funcionar estructuras como la Conferencia episcopal, el Seminario de San Petersburgo, donde se preparan setenta y dos seminaristas, la facultad de teología católica, la Cáritas, el semanario La luz del Evangelio, dos programas de radio y varias comisiones.

Todo esto testimonia claramente que la fe después de tres generaciones se ha conservado y hoy se refuerza, porque verdaderamente la sangre de los mártires es la semilla de los cristianos (Tertuliano).

Actualmente la Iglesia católica en Rusia es una Iglesia de jóvenes, lo que da esperanza para el futuro, considerando que se trata de una Iglesia que es minoría.

El servicio sacerdotal y episcopal en Rusia es radicalmente diferente del de Bielorrusia, y con Lituania ni siquiera es el caso de hacer comparaciones. En Rusia el régimen de ateísmo militante ha regido durante tres generaciones casi sin la presencia de los sacerdotes, de la literatura religiosa y de una normal catequesis.

El régimen ha dejado detrás de sí un vacío espiritual, que la Iglesia hoy está llamada a llenar; y esto será posible sólo gracias al infatigable trabajo de los sacerdotes, que en condiciones nuevas, cuando ya nadie es enviado a Siberia, deberán estar preparados para un trabajo muy fatigoso para todos los hombres, uniéndose a los sufrimientos y al sacrificio de Cristo.
Una abnegación semejante a la de san Juan Bautista y a la de muchos miles de sacerdotes mártires es lo que Cristo, Sumo Sacerdote, pide a todos los sacerdotes para la salvación de los hombres, para gloria de Dios y de su Iglesia.

Mons. Tadeusz Kondrusiewicz es Administrador Apostólico de la Rusia Europea.


 







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |