La verdadera tolerancia exige tener convicciones
Por: Juan Luis Vázquez | Fuente: fluvium

El relativismo siempre es, por definición, anticatólico. Hay un desarrollo de la filosofía durante años que acaba por negar al hombre la capacidad de acceder a la verdad. Nietzsche advirtió con toda claridad el meollo del problema:
«Si Dios no existe, entonces no existe la verdad».
El filósofo alemán Robert Spaemann visitó España y pronunció una conferencia acerca de La confianza, en la sede del IESE en Madrid. En esta entrevista con Alfa y Omega apunta algunas de la claves de la situación social de Occidente.
¿Hay razones para confiar en el ambiente social y político del Occidente actual?
No hacen falta unos motivos explícitos para tener confianza, porque es algo, de por sí, natural. Hoy hay muchos motivos para desconfiar, pero no bastan en absoluto. Hace poco un chico fue a un cine y pidió una entrada con el precio reducido de estudiante, pero no tenía el carnet que lo acreditaba. La señora le respondió: «No te conozco, así que no tengo motivos para desconfiar de ti»; y le hizo la rebaja. Es un caso ilustrativo. Hace falta conocer a la persona para desconfiar de ella.
Al inicio de su pontificado, el Papa Benedicto XVI habló del relativismo como uno de los grandes problemas del mundo de hoy. ¿Coincide con este diagnóstico?
Es estupendo que el Papa haya descrito esta situación con la expresión dictadura del relativismo. Este relativismo se esconde detrás de la palabra tolerancia. La verdadera tolerancia, en cambio, presupone que hay convicciones; las convicciones son algo valioso para el hombre. Hoy, en nombre de la tolerancia, se prohíben las convicciones. Si hoy alguien manifiesta una convicción firme, se le llama intolerante.
¿De dónde procede esta convicción anticatólica por parte de quienes hablan constantemente de tolerancia?
El relativismo siempre es, por definición, anticatólico. Hay un desarrollo de la filosofía durante años que acaba por negar al hombre la capacidad de acceder a la verdad. Nietzsche advirtió con toda claridad el meollo del problema: «Si Dios no existe, entonces no existe la verdad». Lo que habría entonces son perspectivas individuales, pero no un ideal común, válido para todos. Como Nietzsche no aceptaba que Dios existiese, dedujo como consecuencia que no podía haber verdad. No era tan tonto como para no pensar que el resultado sería una tolerancia generalizada; así, dijo con claridad que la tolerancia era una convicción más, al igual que lo es la intolerancia. La verdadera tolerancia, en cambio, supone que el hombre puede distinguir la verdad de la falsedad.
Entonces, ¿es la gente la que recoge el pensamiento del filósofo, o es el filósofo el que expresa lo que las personas comunes viven? ¿Quién va por delante?
Hay un desarrollo paralelo. La filosofía es resultado y, al mismo tiempo, configuradora del sentido común. Por ejemplo, antes de Marx ya había socialismo, pero sin su teoría del materialismo dialéctico no habrían existido Stalin y Lenin. La influencia de la filosofía es lenta, a largo plazo.
Así, hoy en día, sin un pensador señero que combata este relativismo, ¿es el turno de la gente corriente?
Tiene razón; parece que le toca ahora actuar a la gente corriente. La filosofía no está presente de modo adecuado en nuestro tiempo. Si pensamos, por ejemplo, en acontecimientos como la caída del Muro de Berlín y del Telón de acero, vemos que detrás no había una teoría filosófica, sino la expresión inmediata del deseo de la gente sencilla; no había detrás una inspiración ideológica. O, pensando en el movimiento del sindicato Solidaridad, en Polonia, tampoco había detrás una elaboración filosófica.
Se podría pensar que el cambio debería venir de mano de los jóvenes, pero son precisamente las principales víctimas del relativismo.
Los adultos no tienen hijos; hay un retroceso demográfico que quita fuerza a la juventud. En las elecciones políticas, el voto que se busca es el de los mayores. De todos modos, no hay que idealizar en exceso a la juventud. A veces ha sido protagonista de cambios catastróficos, como en la Alemania de entreguerras, cuando los nazis controlaron las asociaciones juveniles; o la Revolución cultural, en China, para la que Mao utilizó a los jóvenes estudiantes.


